viernes, 30 de mayo de 2008

ENTREVISTA A JULIO MAIER

El Ministerio Público en el proceso de reforma penal de América Latina

Entrevista al Prof. Julio B. J. Maier

Realizada por Mirna Goransky.


Para la Revista "Pena y Estado", Nº 2, Ed. Del Puerto, Buenos AIres, 1997.

P y E: Los procesos de reforma de la administración de justicia penal en América Latina exigen la discusión acerca del papel que debe desempeñar el Ministerio Público. Su regulación parece ser un elemento central de estos procesos. ¿Cuál cree Ud. que debería ser la posición institucional del Ministerio Público, y cuáles las funciones que debería cumplir, teniendo en cuenta la realidad de los países de nuestra región?

Maier: Depende del margen político que exista para la reforma. Hasta ahora estos procesos se han limitado a consagrar un Ministerio Público en países en los !que no existía ni siquiera legalmente como, por ejemplo, en Chile; en otros países, en los que existía sólo abstractamente, como en Guatemala, se les encargó la persecución penal.

En los procesos de reforma de los sistemas penales latinoamericanos se ha creído necesario que el Ministerio Público adopte la posición que antes tenía el inquisidor: una persona que persigue penalmente. Con esto se ha querido apartar a los jueces del ejercicio de una función que no les corresponde, la de investigar la verdad. Ellos son sólo quienes, para conservar su imparcialidad, deciden el conflicto después de presenciar el debate. Eventualmente, el juez puede intervenir antes del debate pero sólo en aquellas cuestiones que signifiquen alguna injerencia en derechos fundamentales de los individuos, y con el único fin de decidir si autorizan o no tales injerencias —cuando son autorizables, ya que hay injerencias que no lo son como, por ejemplo, la tortura— en cuestiones como el encarcelamiento preventivo o el dictado de una orden de allanamiento de un domicilio. Es decir que cuando esté en juego un derecho fundamental, necesariamente algún juez debe autorizar al Ministerio Público a llevar a cabo la medida que puede afectar esos derechos.

Un segundo papel que se le otorga al Ministerio Público es el de intermediador: los fiscales son un primer filtro de la actividad de la policía. La concepción del Ministerio Público como una cabeza sin manos significa que debe actuar como un intermediario entre la policía y el Juez y, además, debe resguardar las garantías ciudadanas. Ellos pueden cumplir estas funciones porque son juristas, técnicos que conocen su oficio y que saben qué cosas pueden hacerse, qué cosas deben hacerse y qué cosas no deben hacerse o no pueden hacerse.

Estas son las funciones asignadas al Ministerio Público en las reformas procesales latinoamericanas. Claro que se puede pretender que el Ministerio Público ejerza un papel totalmente diferente, como lo explica Bovino en su trabajo La víctima como sujeto público y el Estado como sujeto sin derechos (en “Lecciones y Ensayos”, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1994, nº 59). En un derecho penal más reparatorio, más abierto, que se guíe no tanto por la búsqueda de una legitimación metafísica represiva —la pena ante todo—, sino por una legitimación del procedimiento que resulta útil para resolver conflictos, el Ministerio Público puede tener un papel que le permita balancear las distintas posiciones que tienen víctima y victimario, ofendido y ofensor; y, de este modo, prestar ayuda al menos poderoso en ese conflicto.

Esto significa cambiar todo el sistema penal y, por el momento, no es lo que se pretende políticamente con la reforma del derecho procesal penal en América Latina. La reforma en curso sólo pretende ponernos a tono con el siglo que vamos a abandonar y nada más que esto.

En cuanto a la ubicación institucional del Ministerio Público, soy escéptico, no tengo una respuesta para dar. No me convence que el Ministerio Público sea un órgano extrapoder, me parece una creación un poco ilusionada pero sin demasiada vigencia práctica. No me convence, tampoco, que sea parte del Poder Judicial, porque he visto que esta dependencia lo ha conducido a una especie de burocratización. También ha provocado una verdadera dispersión del Ministerio Público en feudos particulares; cada fiscal tiene su feudo que funciona más o menos igual a un juzgado de instrucción actual. Prefiero opinar, como Maximiliano Rusconi (en Reforma procesal y la llamada ubicación institucional del Ministerio Público, en AA.VV., El Ministerio Público en el proceso penal, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1993), que es más valioso regular la posición del Ministerio Público, no tanto por la posición en sí misma, sino en su interrelación con los otros poderes del Estado. Por un lado, con los jueces, a través del código de procedimientos; con el Poder Ejecutivo, en razón de los requerimientos de persecución que puede tener ese poder del Estado, si el sistema penal sigue como hasta ahora, es decir, si es un sistema penal estatal, y también con el Parlamento, por ejemplo, a través de la legitimación o no de las instrucciones generales al Fiscal General en caso de conflicto con el Ejecutivo.

En síntesis, creo que balancear las relaciones del Ministerio Público con los poderes tradicionales es más efectivo que ubicarlo en un lugar determinado. No estoy en contra de la idea de que el Ministerio Público, en un sistema penal como el nuestro, dependa del Poder Ejecutivo, siempre y cuando existan determinados resguardos que impidan, por ejemplo, que con las órdenes del Ejecutivo se maneje a los fiscales particulares. Esto no me gusta. Me parece que la relación debe darse entre la cúpula del Ministerio Público —el Procurador General de la Nación o el Fiscal General— y el Poder Ejecutivo, y que debe haber una relación democrática entre ambos, de tal manera que el Ministerio Público pueda, con fundamentos, rechazar la orden impartida por el Ejecutivo. En otras palabras, considero más adecuada la regulación que diseñamos con Alberto Binder en el Proyecto del 86. Allí establecimos un mecanismo particular que permitía balancear la relación entre el Ministerio Público como institución y los poderes del Estado. Sobre este tema hay un buen artículo de Maximiliano Rusconi publicado en el libro “El Ministerio Público en el proceso penal” (citado en el párrafo anterior).


P y E: ¿Cree que serían necesarios algunos resguardos adicionales, tales como la prohibición de impartir instrucciones particulares a los fiscales?

Maier: Debería establecerse que el Fiscal General pueda oponerse por razones de legalidad a la instrucción del Poder Ejecutivo y que, cuando esto suceda —se supone que sólo en casos graves—, le toque intervenir al Parlamento para decidir la cuestión. Con este sistema, tanto el Ejecutivo como el Fiscal General van a ser muy cuidadosos al plantear estas cuestiones, porque es claro que la decisión del Parlamento a favor de uno implica, prácticamente, que el otro se tenga que ir. De todos modos, creo que ningún método sirve para solucionar el problema que tenemos hoy en la Argentina.

P y E: ¿Que opina de la intervención de los Consejos Consultivos? Hay proyectos que les otorgan la función de intermediarios.


Maier: La verdad es que no conozco ningún organismo de este tipo que funcione. En la Ley Orgánica del Ministerio Público que nosotros elaboramos —que organizaba un Ministerio Público, tal como se lo conoce en un sistema penal de tipo europeo continental—, el Fiscal era un funcionario del Estado encargado de la persecución penal de quienes, según su apreciación, han violado la ley penal o los sospechosos de haber infringido la ley penal. En este sistema, se instituyó un Consejo Fiscal que tenía por función emitir dictámenes y aconsejar al Fiscal General, cabeza del Ministerio Público, lo que debía hacer en cada caso. Sin embargo, hoy tampoco creo que ésta sea la solución.
Por otra parte, la nueva Constitución argentina (1994) lo ha consagrado como un órgano autónomo, extrapoder y, sin embargo, está peor que antes cuando pertenecía al Poder Ejecutivo. Me parece difícil que el Ministerio Público funcione democráticamente en un sistema como el nuestro, en el que el Ministerio Público es un persecutor penal del Estado. Es difícil, además, porque los otros poderes del Estado no funcionan adecuadamente; mientras el Parlamento haga lo que le pide la cúpula de un partido político es imposible funcionar democráticamente porque, en definitiva, sólo se trata de un debate interno dentro del partido que tiene la mayoría. Ésta es nuestra realidad: el Ministerio Público es un ente autónomo y está peor que antes.



P y E: ¿A qué razón atribuye esta situación?

Maier: A la sencilla razón de que nuestro presidente y el jefe del Ministerio Público eran socios en un estudio jurídico. Esto significa que las órdenes se dan directamente. Si esto se puede hacer con el Parlamento, ¿cómo no se va a poder hacer con una persona individual?



P y E: Sostener la autonomía y la independencia del Ministerio Público, ¿no significa crear una especie de Ministerio Público autista, que no está conectado a los otros poderes, más sensibles a las necesidades políticas de persecución penal del momento? Por ejemplo, si el ejecutivo y el legislativo quisieran formular una política agresiva de persecución de delitos tributarios, el hecho de que el Ministerio Público sea autónomo ¿no sería contraproducente para lograr cierto nivel de coherencia en la política criminal?

Maier: El Parlamento, por lo pronto, tiene dos instrumentos muy importante para mandarle mensajes al Ministerio Público: la ley penal y la ley procesal. Así, le puede decir que rige el principio de legalidad, en cuyo caso no puede dejar de perseguir a nadie; o le puede decir que tiene que encerrar a los evasores; repito, el legislativo le transmite mensajes muy fuertes. El Poder Ejecutivo, en cambio, en nuestra Constitución no tiene la facultad de dar órdenes al Ministerio Público, sólo puede comunicarle ambiciones o propósitos.

Entonces, como dije, me parece mejor regular las relaciones del Ministerio Público con los otros poderes que ubicarlo como un órgano aislado que, por un lado, no sirve para garantizar su independencia y, por otro, permite que las cuestiones se manejen con muy poca transparencia porque las órdenes van y vienen pero uno no las ve. Es un problema muy difícil de resolver.


P y E: ¿Que piensa del sistema de elección de la cabeza del Ministerio Público por el Parlamento?

Maier: Ese es el sistema que rige en El Salvador y allí ocurre más o menos lo mismo que en nuestro país.



P y E: ¿Y si se lo sometiese a un proceso electoral?

Es un sistema posible, aunque no se aplica en ningun país de América Latina. Hay muchas fórmulas posibles; en la provincia de Córdoba, por ejemplo, el Fiscal General es elegido por el Parlamento y debe renovar su mandato cada cinco años. Ese plazo no coincide ni con el período de la gobernación ni con el período legislativo. Es el único funcionario que se elige de ese modo, los demás integrantes del Ministerio Público son funcionarios de carrera e inamovibles. Como dije, hay distintas fórmulas, el tema es que den resultado.




P y E: ¿Que opina del régimen de fiscales electivos propios de los sistemas que, como el estadounidense, otorgan gran discreción a los fiscales para establecer la política de persecución penal?


Maier: Efectivamente, el carácter electivo es propio de regímenes descentralizados, en los que el Ministerio Público no es un persecutor penal sino un representante de la comunidad chica. El pueblo le transmite al elegirlo, cuáles son sus pretensiones respecto de la persecución penal; le exige que persiga tales conductas, que ordene el tránsito para que no haya homicidios culposos o que persiga las infracciones impositivas. La vecindad es la que elige su propio jefe del Ministerio Público para que éste obtenga ciertas cosas prácticas que la vecindad quiere en relación a su seguridad, a su autonomía, a la belleza de la ciudad, o a lo que fuere. Por otra parte, quien resulta elegido quiere hacer un buen trabajo para que sus electores lo elijan nuevamente.

Ahora, a nivel nacional, en países con 30 o 40 millones de habitantes, como en casi todo los países de América Latina y Europa, el Ministerio Público está muy centralizado, por ejemplo el Fiscal General Federal en Alemania es un personaje que responde a 80.000.000 de habitantes; en estos países, el sistema de elección no parece el más adecuado.



P y E: ¿Cuáles son las alternativas posibles en las relaciones entre el Ministerio Público y la policía?

Maier: En el derecho penal vigente, el Ministerio Público ha sido siempre una cabeza sin manos, nació así y creo que va a seguir funcionando de este modo mientras se mantengan estos procedimientos. La Policía tiene como función prevenir los hechos violentos que se producen en el ámbito público y la calle va a ser siempre su coto de caza, lo único que cambia es que va a tener que pasar el control del Ministerio Público antes de llegar a la instancia judicial. Ése es el momento en el que el Ministerio Público puede cumplir el papel de intermediario y, a pesar de su función persecutoria, evitar ciertas prácticas policiales o engendrar prácticas policiales correctas. Su verdadero papel de persecutor penal lo ejercerá en los delitos en los que no está interesada la policía, en los delitos más sofisticados, en los fraudes graves, en las quiebras, en el derecho penal económico, en el derecho penal fiscal; en estos casos el Ministerio Público intervendrá e, incluso, tendrá otros auxiliares como, por ejemplo en nuestro país, la Dirección General Impositiva o el Banco Central en delitos de moneda, etcétera.

Esta relación se va a mantener de esta manera mientras se conserve el esquema de derecho penal que tenemos actualmente. Todas estas situaciones pueden variar, se puede hasta pensar en la desaparición de la policía de Estado tal como la conocemos, de hecho, existen otras policías que no son del Estado; pero mientras se mantenga esta situación va a ser muy difícil que el Ministerio Público tenga otra relación con la Policía.

En los delitos comunes, propios de la policía, el Ministerio Público va a ser una especie de intermediario entre el Juez y la policía al realizar un primer examen de legalidad del procedimiento realizado; puede cumplir un papel importante en este sentido. En los delitos más sofisticados, en cambio, el Ministerio Público va a ser todo un personaje desde el comienzo.



P y E: ¿Qué opina hoy de esa idea que teníamos cuando trabajábamos en el proyecto del 86, acerca de que los fiscales estuvieran en las comisarías?


Maier: Debo reconocer que perdí en esta cuestión. No me gusta mucho que los fiscales trabajen en la comisaría; tengo miedo de que se “policializen” los fiscales antes de que se “fiscalizen” los policías. De todos modos, la propuesta final no fue la de trabajar de esa manera, en parte porque el Jefe de Policía se opuso e, inmediatamente, generó fuertes discusiones. Creo, sin embargo, que nuestra idea fue bastante interesante.

En el proyecto habíamos dividido la Capital Federal en siete distritos y descentralizado a las fiscalías, de tal manera que los fiscales poco a poco fueran ganando terreno en los barrios de Buenos Aires y la gente pudiera, por lo menos al principio, acudir a ellos para contarle sus problemas en el ámbito penal. Con esta idea organizamos siete distritos fiscales a cargo de dos o tres fiscales adjuntos, según la población y el tipo de delitos, ayudados por varios fiscales y un número aun mayor de agentes fiscales.


Era una buena idea, no podemos pensar en una revolución en el sistema penal sino en una mejor organización de las funciones. El Fiscal en la Comisaría provocaba el rechazo directo de la policía, que no quiere ser controlada. Por otro lado, esta ubicación comprometía al Ministerio Público. Creo que es preferible que no ocupen los mismos lugares, que los fiscales se mantengan como cabeza sin manos; cada uno con su propio poder. La policía no tiene un poder directo sobre los jueces, el Ministerio Público sí lo tiene. El Ministerio Público no tiene un poder directo sobre la calle y la policía si lo tiene. De este modo van compensando, no sostengo que esta situación sea la ideal pero sí la posible en nuestro sistema penal.




P y E: Ud. ha señalado reiteradamente la crisis del principio de legalidad procesal y la necesidad de instrumentar criterios de oportunidad para la persecución. En este punto y en nuestro sistema jurídico, ¿como cree Ud. que deberían aplicarse criterios de oportunidad que funcionen más o menos racionalmente? En segundo lugar, para la aplicación de criterios de oportunidad, ¿cómo se determina con cierta precisión qué decisiones corresponden exclusivamente al Ministerio Público en la aplicación de esos criterios y cuál es el papel de los tribunales?

Maier: Por lo pronto, a la postura que pretende la introducción del principio de oportunidad se le ha criticado, creo que con razón, que la realidad va para otro lado; que la verdadera descriminalización empieza por la selección de comportamientos punibles, de las prohibiciones y mandatos del Código Penal. Creo que no se necesitaría el principio de oportunidad si, como piensa Ferrajoli, el derecho penal se redujera a unas cuantas infracciones mínimas. Pero, lamentablemente, esto no es así. Hoy, el derecho penal mínimo, a mi juicio, es sólo un postulado teórico fracasado. Lo que existe es una inflación penal, donde cada vez más conductas son punibles, cada aparato del Estado, cada organización, incluso no gubernamental, pretende incorporar más hechos punibles. Actualmente no se sanciona ninguna ley sin normas penales; creo que, como lo he dicho en alguna oportunidad, si hoy hubiera que dictar un Código Civil seguramente tendría varios capítulos penales. Ésta es la realidad del derecho penal hoy.

La postulación del principio de subsidiariedad del derecho penal, como mensaje al legislador, ha fracasado y tanto ellos como la gente en general, creen en la necesidad de que en cada relación humana se repriman ciertas conductas. Los ejemplos son infinitos. Por otra parte, se producen efectos absolutamente contrarios a los pretendidos. Ejemplo de esto último es la ley argentina que castiga a quien no cumple con el régimen de visitas establecido en el acuerdo de tenencia de los hijos. El proyecto fue presentado por una legisladora del partido oficialista que se titula feminista y lo único que logró es que los maridos comiencen a perseguir a las esposas; sólo son mujeres las imputadas por este delito. Es terrible que la Policía intervenga en estos casos, es un elemento coactivo muy pesado para la regulación de una relación conyugal que si bien está disuelta, existe todavía. Ése era un ámbito en el cual nadie intervenía, ni la policía, ni el Ministerio Público, ni ninguna oficina oficial. Eran los propios interesados los que intentaban arreglar sus cuestiones con el auxilio de la justicia de derecho privado.


Ésta es la realidad del derecho penal de hoy. Frente a esta realidad, creo que el principio de oportunidad se impone por dos razones: la primera, material, ya que es la única vía de descriminalización de conductas que produce algún efecto, que puede evitar la persecución aplicando el principio de insignificancia y, de este modo, reducir los tipos penales.

La segunda razón radica en que es el único modo de enfrentar el congestionamiento del aparato judicial que no resiste más. No se puede cumplir con el principio de legalidad que exige perseguir todos los delitos. Siempre se hace una selección. El tema es cómo se hace esa selección. La respuesta es que depende del vaivén político de cada funcionario que trata el caso: del policía que decide perseguir a éste y no al otro, que a un ladronzuelo lo larga y a otro lo aprehende; pasando por el Ministerio Público que decide perseguir ciertos hechos y a otros los deja para después, y terminando con los jueces que “cajonean” expedientes. Es decir, cada uno toma su propia decisión de oportunidad, consciente o inconscientemente.

No sostengo que el principio de oportunidad sea el “sanalotodo” de este desorden, pero es una posibilidad y, además, siempre hay casos en los que todos coinciden en que perseguir no tiene sentido. En primer lugar, en los delitos de bagatela o cuando la culpabilidad del autor es mínima. En segundo lugar, cuando la ley permite prescindir de la pena es posible que se tomen decisiones anticipadas para no llevar a cabo todo el procedimiento, si sabemos, de antemano, que vamos a prescindir de la pena.


En tercer lugar, en las extradiciones pasivas o activas que pueden ser evitadas o decididas inmediatamente cuando, por ejemplo, la persecución penal extranjera o la condena que ha recibido el individuo extranjero resulta suficiente o de mayor importancia que la persecución penal argentina. No vale la pena negar la extradición por el solo hecho de que acá tenemos que perseguir por un delito menor, hay que entregarlo al país extranjero. Lo mismo debería ocurrir con la extradición activa: cuando una persona está siendo perseguida en el extranjero, no es necesario solicitar la extradición sino esperar la condena extranjera y si ésta satisface, dejar a la persona en libertad.

Un nuevo caso se plantea con la simplificación de los procedimientos judiciales: cuando hay concurso de delito, cualquiera que sea, ideal o real, se puede permitir llevar a juicio inmediatamente por uno de esos delitos y si la pena recaída satisface, prescindir de la persecución penal de los demás delitos. De la misma manera con el concurso ideal, limitar la persecución penal a alguna de las infracciones que no presenten complejidades jurídicas o probatorias, porque muchas veces es dificultoso probar elementos de alguno de los delitos que concurren.

Los demás casos de oportunidad son muy abiertos, tienen que ver con el sistema de reparación como tercera vía, es decir, cuando se permite al Ministerio Público prescindir de la persecución obligándose el supuesto autor, por su propia petición, a reparar el daño o a cumplir ciertas actividades en beneficio de instituciones benéficas o establecimientos estatales de ayuda social.

En cuanto a los funcionarios que deberían tomar las decisiones, nosotros optamos por exigir dos voluntades, la del Ministerio Público y la aquiescencia judicial, o el pedido judicial y la aquiescencia del Ministerio Público: dos voluntades para rendir cierta pleitesía al principio de legalidad, en el sentido de que sólo en aquellos casos en que ambos estén de acuerdo se pueda prescindir de la persecución penal. A pesar de todo esto, es necesario tomar ciertos resguardos en correspondencia con la importancia que ha tenido el principio de legalidad en el orden jurídico latinoamericano.




P y E: En la práctica, la aplicación de este tipo de mecanismos y de otros, que dependen de un juicio que exige cierto margen de discreción, genera una especie de confusión acerca de cuál es el órgano indicado para ejercer ese poder discrecional. Por ejemplo, en el caso de aplicación del procedimiento abreviado, tal como está redactado en el Código Modelo o en el Código Procesal Penal de Guatemala, que lo autoriza “cuando el Ministerio Público considere suficiente una pena no mayor de tantos años”, lo que sucede en la práctica es que los jueces creen que pueden evaluar con criterios materiales la suficiencia de la pena solicitada por el Ministerio Público y rechazar el pedido de procedimiento abreviado. ¿Cuál es su opinión sobre esta posición?


Maier: Estoy en desacuerdo con esa postura. Los jueces pueden controlar la legalidad de la medida, es decir, si el Ministerio Público pide la aplicación de una multa por el delito de homicidio, el juez le dirá que ésa no es una pena legal y, por lo tanto, no va a autorizar la aplicación del procedimiento abreviado.

Pero el caso del procedimiento abreviado no es un caso de oportunidad, aunque es similar porque allí también juega la voluntad de los participantes en el procedimiento y la del juez. En el proyecto de Código Modelo, el juez puede rechazarlo, por ejemplo, porque cree que no es suficiente el procedimiento abreviado y que debe ser aplicado el procedimiento común; esto sí es disponible para él, no es disponible la pena, no lo puede rechazar diciendo: “mire yo creo que este hombre merece más pena”.
Entonces, lo que se teme es que, cuando sólo resuelve el Ministerio Público, que sería lo ortodoxo, éste deje de perseguir a gente y esto signifique alimentar la corrupción o el amiguismo dentro del Ministerio Público. No es cierto, sin embargo, lo que toda la doctrina erige contra el principio de oportunidad acerca de que no se respeta la igualdad de la ley. Esto no es cierto porque la igualdad ante la ley es una garantía y lo que se hace para despenalizar no la afecta. La igualdad ante la ley no exige que a todos nos maten a palos, exige que nos den un trato igual en el sentido de que por razones de raza, de convicción, de religión, etc., no nos discriminen frente a la ley. Nadie puede decidir que a tal persona no la persigo porque es católico o porque es judío. Esta decisión es descalificable, pero nadie puede decir que la igualdad ante la ley exige condenar a una persona para que sea igual a otro condenado.




P y E: En el derecho anglosajón el poder de los fiscales para acordar con el imputado ha recibido severas críticas últimamente. ¿Que opina Ud. del poder que adquiere el Ministerio Público cuando puede acordar con el imputado, por ejemplo, el máximo de la pena a aplicar a través de un mecanismo como el del procedimiento abreviado?

Maier: En particular, creo en un sistema de justicia fundado en el consenso entre los protagonistas, pero no creo que el consenso deba provenir del Ministerio Público. Quizá éste deba ser un resguardador estatal del consenso, al igual que el Juez o que alguna oficina estatal. No respondo exactamente a la pregunta, pero me parece que la base del consenso es el reemplazo del sistema penal por una opción que posibilite poner las cosas en el estado en el que deberían estar si el autor o partícipe no hubiera cumplido su obra contraria a la ley. Éste es el consenso que creo que puede impedir la utilización del sistema penal.

El procedimiento abreviado es algo menos, es una forma de regular mínimamente un procedimiento que, por alguna razón, no necesita un enorme esfuerzo procesal. Así, en el Código Modelo y en el Proyecto argentino del 86, se aplicaba al caso de alguien a quien no le interesaba negar la hipótesis fabricada por el Ministerio Público; lo que rechaza es otra cosa. Por ejemplo, una persona que ha matado a otra y no le interesa negar que ha matado sino sólo alegar algo sobre ese hecho, por ejemplo, la operatividad de una regla de permiso que le autorizaba a matar y que inhibió la prohibición. En lo demás, consideraba correcta la investigación realizada por el Ministerio Público. Sin embargo, el Ministerio Público discrepa con él porque cree, por ejemplo, que su reacción no fue proporcional al medio empleado por el agresor y puede consentir en que no tiene sentido ir al debate.



Entiendo que hay una franja de delitos menores en el que ambos pueden consentir el rito, no la pena y todavía el juez tendría el poder de decir, por ejemplo, que no está clara la hipótesis de la defensa sostenida por el imputado y, por ende, que es necesario ir a juicio y allí probar la causa de justificación. Esto permitiría, en muchos casos, obtener acuerdos cuando no existe una gran contradicción entre la acusación y lo alegado por el imputado. En una enorme cantidad de pequeños casos se podría acordar la realización de un procedimiento breve.

Los instrumentos procesales deben tender hacia la simplificación del rito en este sentido. Sé que es complicado que se pongan de acuerdo imputado y Ministerio Público para no hacer el juicio, sobre la base de que el imputado acepta pasar unos años en la cárcel. Esto ha potenciado el poder de condena de los fiscales y del aparato penal en sí mismo. En los países donde rige el principio de oportunidad, el Ministerio Público no tiene capacidad de trabajo suficiente como para llevar tantos juicios al año, por lo que necesariamente debe elegir y seleccionar aquellos que podía llevar a juicio. Ahora, estos casos se llevan bajo un sistema informal y se consiguen algunas condenas. Pero entre nosotros, que teóricamente rige el principio de legalidad, permitir llegar a ciertos acuerdos sobre el rito en algunos juicios sencillos en donde el imputado no está en desacuerdo con la imputación sino sólo sobre alguno de sus términos y, además, agrega un hecho más al hecho que en sí reconoce como cierto, aunque no coincida, aunque no confiese y sólo acepte el núcleo principal de la imputación. Parece que los sistemas procesales deben incluirlo como una postulación de principios para simplificar el procedimiento en este tipo de casos. Tampoco creo que estas sean soluciones mágicas, son intentos de establecer un sistema penal más racional.

Deberíamos confiar más en la actividad conciliatoria de la propia víctima. Convendría pensar en otros criterios para despenalizar o solucionar, por ejemplo, pasar muchas de las figuras penales a un ámbito más privado, eliminar al Ministerio Público de la persecución penal de muchas infracciones y permitir, como se hizo en Guatemala, que una víctima capaz que, de alguna manera, quiere perseguir, que el Ministerio Público la autorice y que bajo su dirección asuma el papel acusatorio en el procedimiento.

En segundo lugar, hay una gran franja de delitos o de contravenciones regulares, no las de tránsito, que pueden ser privatizadas, es decir transformadas en delitos de acción privada. Qué sentido tiene que intervenga la policía y un fiscal para penar a una persona por ruidos molestos cuando nadie siente el ruido como molesto sino que para todos es música de sirenas. La policía se apropia del problema y decide que el ruido es molesto. Si se concede el enorme poder que tiene la voluntad de la víctima para la constitución del ilícito penal, dado que el 99 % de los delitos desaparecen si hay consentimiento de la víctima, es ridículo que el derecho penal no le dé a la voluntad del ofendido ningún valor, incluso después de la consumación. ¿Por qué la separación entre consentimiento y perdón? Creo que debería tener algún valor esta voluntad y, sin embargo, no lo tiene en nuestro derecho. Si me hurtan cien pesos y me presentan al autor que es un niño pobre que, incluso, se compromete a arreglar el jardín de mi casa y yo quiero perdonarlo, es ridículo que el Ministerio Público se oponga, decida perseguir e imposibilite al autor la realización de una buena obra para compensar su culpa y reparar el daño. Si se le da tanto valor en la dogmática penal al portador del bien jurídico y se dice que la gran mayoría de bienes jurídicos son disponibles, debería ser disponible también la pena, por lo menos para aquellos casos en los que no hay ninguna voluntad de la víctima para lograr su imposición. Se debería poder prescindir de la persecución en estos casos.


P y E: En Guatemala estaba autorizada la conversión de la acción pública en privada, sin embargo, no se aplicaba regularmente. Hace poco, además, la prohibieron para ciertos delitos, entre otros los hurtos calificados y robos. ¿Qué opinión le merece esto?

Maier: Es una tontería. No sostengo que se deba hacer algo tan fuerte como lo que se hizo en Guatemala, pero se podría por lo menos decir “antes de acusar consulte a la víctima para que diga que tiene interés en la acusación y, si no lo tiene, déjelo”. A lo mejor a la víctima le causa más problemas que lo persigan porque tiene que ir a un juicio público, perder tiempo y plata.

Una investigación empírica realizada en Francia probó que la mayoría de las víctimas, incluso de delitos graves, lo único que querían era una disculpa, pretendían que el autor simplemente se disculpara. Hay casos que no tienen otra solución, como el de la mujer violada. El derecho en general conoce estas soluciones consensuadas. El caso de la violación es un caso extremo, es uno de los delitos más severamente penados y, sin embargo, no sólo se le ha dado a la víctima la facultad de decidir que no se investigue, sino que también puede decidir que se casa con el ofensor y así, se extingue la acción penal y se perdona la pena. Se trata de un delito gravísimo y, no obstante, la víctima puede preferir otros efectos a la pena y, en ese caso, no autoriza a nadie a que investigue el caso.



P y E: ¿Qué papel cumpliría el Ministerio Público si se les devuelve el conflicto a las partes?


Maier: Muchos delitos podrían pasar a ser de acción privada o, por lo menos, semiprivada. Por ejemplo, en el caso de las contravenciones, si algún vecino se queja por el ruido molesto puede comenzar un procedimiento penal. Aquí, con la hipótesis sostenida por Alberto Bovino, tanto el Ministerio Público como la policía deberían ser una especie de ayudantes de la víctima en lugar de reaccionar por sí mismos.


En la génesis del derecho penal hay una especie de norma que dice “obedecerás al Estado” y parece algo imposible no cumplir con la sanción que promete el derecho penal. El conflicto deja de ser el conflicto entre sus protagonistas y pasa a ser el conflicto entre el Estado y el autor que ha desobedecido las leyes del Estado; esto me parece una tremenda exageración.


jueves, 22 de mayo de 2008

PRESENTA DENUNCIA






PRESENTA DENUNCIA
Embajador
Jorge Taiana
Secretario Ejecutivo de la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos

Embajador Taiana:

Eduardo KIMEL, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), y el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL), todos con el patrocinio de Andrea Pochak, Santiago Felgueras, Eduardo Bertoni, y Alberto Bovino, nos presentamos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (en adelante “la Comisión Interamericana”, “la Comisión”, o “CIDH”) y decimos:


I. PRESENTACIÓN

Por la presente, venimos a denunciar al Estado argentino (en adelante “el Estado”) por violación de los derechos consagrados por el artículo 13 y el artículo 8, en relación con el art. 1.1 y 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (en adelante, “la Convención Americana”, “la Convención” o “CADH”), en perjuicio de la víctima Eduardo Kimel.

A los efectos de esta denuncia, constituimos domicilio en el CELS: Rodríguez Peña 286, piso 1, Buenos Aires, Argentina. Tel: 54-11-4371-9968/3790. Fax: 54-11-4375-2075.


II. INTRODUCCIÓN

En esta denuncia alegamos que el Estado argentino ha violado el derecho de Eduardo KIMEL a la libertad de expresión y a un debido proceso legal.

Tenemos la firme convicción de que el caso que hoy denunciamos, exhibe de una manera ejemplar cómo ciertas figuras penales pueden ser aplicadas como mecanismos de censura, criminalizando conductas que no son más que la expresión de opiniones e ideas, animadas por un sentido crítico, sobre el comportamiento de ciertos funcionarios del Estado. En ese sentido, entendemos que los hechos de los que fuera víctima Eduardo KIMEL, conducen con absoluta claridad a la conclusión de que estos tipos penales, susceptibles de ser aplicados para perseguir criminalmente la crítica política, resultan incompatibles con el artículo 13 de la Convención Americana.

Las decisiones judiciales que conducen a la condena de Eduardo KIMEL, exponen además la falta de imparcialidad de algunos de los magistrados que intervinieron en su juzgamiento, lo que constituye una violación del artículo 8 de la Convención.


III. ANTECEDENTES

1. La masacre de los Palotinos

Durante la madrugada del 4 de julio de 1976, en plena Dictadura Militar, cinco religiosos católicos de la congregación de los Padres Palotinos fueron brutalmente asesinados en la parroquia de San Patricio, en el barrio de Belgrano, en la Ciudad de Buenos Aires. Se trató de uno de los tantos hechos cometidos por el terrorismo de estado durante la dictadura militar en los años 1976 a 1983 y que dieran lugar al juzgamiento y condena de los integrantes de las juntas militares en la conocida causa 13.




Los sacerdotes Alfredo Kelly, Alfredo Leaden y Pedro Dufau, junto con los seminaristas Salvador Barbeito y Emilio Berletti murieron acribillados por las balas de los integrantes de un “grupo de tareas”, mientras eran obligados a permanecer de rodillas frente a los represores. Sobre uno de los cadáveres quedó un afiche arrancado de la pared: “Éste es un palito de abollar ideologías” decía Mafalda, el personaje de la historieta de Quino, señalando un bastón de policía. En el lugar de la masacre apareció la firma de los hechos: “Por los camaradas dinamitados de Seguridad Federal – Venceremos - Viva la Patria- , decía una leyenda en la pared, en referencia a la bomba que dos días atrás había explotado en la Superintendencia de Seguridad Federal.

Tanto las Fuerzas Armadas como el gobierno deslindaron toda responsabilidad del hecho, pero no se dedicaron a investigarlo. La Justicia nunca encontró a los responsables, aunque siempre se sugirió a un grupo de tareas de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) como autor de la masacre. La dictadura, la impunidad y luego las denominadas leyes de punto final y obediencia debida terminaron por cancelar todas las chances de aclarar los hechos y juzgar a los culpables.

2. El libro de Eduardo KIMEL

La obra que escribió Eduardo KIMEL a propósito del crimen perpetrado contra los Padres Palotinos es un libro dividido en seis capítulos. Se trata de una investigación periodística sobre lo que se ha dado en llamar La Masacre de San Patricio.

El libro investiga el hecho en sí mismo, la investigación policial-judicial que siguió a los asesinatos y la posterior reapertura de la investigación muchos años después. Además aporta datos generales sobre la situación que se vivía en ese momento, sobre la historia de los palotinos en la República Argentina y sobre distintos hechos que de una u otra forma se vincularon con la masacre.

Los dos primeros capítulos están destinados a contar la forma en que ocurrieron los asesinatos, así como otra cantidad de hechos violentos que ocurrían en esos mismos días en el país.

El capítulo tercero cuenta básicamente la historia de los palotinos en el país.

El capítulo cuarto relata la continuidad de las actitudes amenazantes por parte de las fuerzas de seguridad hacia miembros de la orden palotina en los días que siguieron al asesinato, junto con algunas de las gestiones que se hicieron tras los asesinatos para intentar esclarecer los hechos.

El capítulo quinto está dedicado en la investigación judicial, y explica en detalle la forma en que se llevó adelante.

El capítulo sexto incluye una recopilación de testimonios de personas secuestradas por las fuerzas de seguridad durante la dictadura militar, que escucharon de boca de sus secuestradores que las fuerzas armadas se auto-atribuían los asesinatos de los religiosos palotinos y otros datos que echan luz sobre los hechos que fueron materia de investigación de este libro, así como la reseña de la forma en que "agonizó" la investigación judicial.

En el marco de esta investigación varios pasajes del libro se refirieron a la investigación policial y judicial del caso, tanto la que fue llevada a cabo durante la dictadura militar como su reapertura luego de la asunción del gobierno constitucionalmente elegido.

Es así que en las páginas 61 y 62 del libro se dice:

“... Pero también, en esas primeras horas del domingo 4 de julio, integrantes de la congregación, algunos feligreses de la parroquia y las autoridades eclesiásticas tenían más de un indicio para asegurar que el homicidio había partido de un "grupo de tareas" de las FF.AA.

Objetivamente había un dato incontrastable: la inscripción dejada en la puerta del salón de estar de la casa parroquial, cuyo verdadero texto fue ocultado, borrado rápidamente: ‘Por los camaradas dinamitados en Seguridad Federal - Venceremos - Viva la Patria’.

La leyenda era transparente; el grupo de asesinos había dejado una marca indeleble de su identidad y sus móviles. A esta leyenda tan expresiva se agregaba otra no menos esclarecedora. Incriminaba a los palotinos de ser ‘zurdos adoctrinadores de mentes vírgenes’, de ser M.S.T.M., curas del Tercer Mundo. Y otra ‘perlita’: el afiche dejado sobre el cadáver de Salvador Barbeito —arrancado de la pared de una habitación de la casa— en el que la inefable Mafalda, señalando el bastón de un agente de policía, decía: ‘Este es el palito de abollar ideologías’.

Los tres elementos parecían conducir a una hipótesis simple y contundente: los religiosos habían sido asesinados como parte de la revancha policial luego de la bomba de la Superintendencia de Seguridad, y habían sido elegidos por profesar supuestas ideas izquierdistas. Era una conclusión primaria, evidente, que no fue asumida por ninguna de las autoridades judiciales intervinientes para encaminar la investigación”.

Apenas unos párrafos más adelante se señala una serie de irregularidades en las primeras medidas y registros llevados a cabo por la policía tras los asesinatos, que llevaban a una conclusión clara:

“Un cúmulo de elementos conducía a una conclusión: el accionar policial estaba dirigido a encubrir a los asesinos” (pág. 64).

Es así que al finalizar la lectura del segundo capítulo el lector se encuentra ya enterado de los numerosos elementos que llevaban a la conclusión de que los asesinatos habían sido obra de las fuerzas de seguridad.

Luego de presentar algunos otros datos de interés sobre la forma en que ocurrieron los hechos, junto con datos más generales, se llega al párrafo del libro con motivo del cual se me aplicó una sanción penal y una condena civil:

“La investigación judicial

La causa judicial por el asesinato de los palotinos fue tomada desde el inicio por el juez federal Guillermo Rivarola y la secretaría de Gustavo Guerrico; el fiscal actuante fue Julio Strassera. La investigación, significativamente, no estuvo patrocinada por la congregación a la que pertenecían las víctimas, tampoco por ninguno de los parientes. Durante ese primer período, que va desde el asesinato hasta agosto de 1977 en que se dicta la sentencia de sobreseimiento provisorio, la causa fue auspiciada por el Estado. El Juez Rivarola realizó todos los trámites inherentes. Acopió los partes policiales con las primeras informaciones, solicitó y obtuvo las pericias forenses y las balísticas. Hizo comparecer a una buena parte de las personas que podían aportar datos para el esclarecimiento. Sin embargo, la lectura de las fojas judiciales conduce a una primera pregunta: ¿Se quería realmente llegar a una pista que condujera a los victimarios? La actuación de los jueces durante la dictadura militar fue, en general, condescendiente, cuando no cómplice de la represión dictatorial. En el caso de los palotinos, el juez Rivarola cumplió con la mayoría de los requisitos formales de la investigación, aunque resulta ostensible que una serie de elementos decisivos para la elucidación del asesinato no fueron tomados en cuenta. La evidencia de que la orden del crimen había partido de la entraña del poder militar paralizó la pesquisa, llevándola a un punto muerto”.


Es necesario reparar en que luego de este párrafo introductorio, en el libro se detalla en qué consistió la investigación judicial, se explican las medidas de investigación que tomó el Juez Rivarola, y se señalan específicamente las contradicciones que surgían de los elementos agregados por la policía y por las personas que declararon en la causa, que no fueron aclaradas por el juez.

De hecho, bajo el título: "Las contradicciones" se dice lo siguiente:

“Las declaraciones de Romano y Alvarez se oponían en gran medida a los testimonios que los jóvenes Silva y Pinasco habían efectuado la misma tarde del domingo 4 de julio al padre Sueldo Luque, información que fue llevada luego al Episcopado.
El 21 de octubre de 1976, Sueldo Luque reafirmó la versión de los dos muchachos cuando prestó declaración ante el juez. Hizo hincapié en varios hechos que contradecían los testimonios de Romano y Alvarez.

Por su parte, el joven Julio Víctor Martínez, en su comparecencia del 9 de agosto de 1976, expresó que cuando volvía de la comisaría y llegaba a su casa en la cuadra de la iglesia, ‘... vio que el patrullero ya se marchaba del lugar; permaneciendo en su sitio los dos Peugeot con sus tripulantes’.

Para el hijo del gobernador seguía habiendo dos coches y no uno, como atestiguó Romano. Y más importante aún fue su afirmación de que en los autos había varias personas y no, como dijo Romano, una sola esperando a su novia en la cuadra de la parroquia de San Patricio” (pág. 127/128).

El último título del capítulo, que tiene la mayor relevancia a la luz de la sentencia condenatoria, es el siguiente:

“El Sobreseimiento

El 25 de mayo de 1977 el fiscal federal Julio César Strassera propuso al juez Rivarola el sobreseimiento provisorio de la causa de los palotinos. ‘Las nuevas diligencias practicadas con posterioridad al dictamen de fs. 280 no han hecho variar la situación procesal allí considerada. En consecuencia reproduzco el aludido dictamen’, insistió en una nota del 1 de julio de 1977. Para Strassera no había mayores elementos que condujeran la investigación con rumbos ciertos. Por eso formulaba el pedido de sobreseimiento provisorio.


El 7 de octubre, tres meses después de la solicitud del fiscal, el juez Rivarola dispuso la aplicación del sobreseimiento, sin procesar a persona alguna. Su dictamen contenía la posibilidad de la reapertura. ‘Conforme a las circunstancias arrimadas a la causa —testimonios de las personas relacionadas con las víctimas, vecinos del lugar, personal policial interviniente y colaboradores de la parroquia— y, habiéndose llevado a cabo las diligencias pertinentes para poder lograr el total esclarecimiento del hecho que nos ocupa, como ser individualización y posterior captura del autor y/o autores del mismo, sin que hasta la fecha éstas hayan arrojado resultado positivo, considero de estricta aplicación la norma prescripta en el artículo 435 del Código de Procedimientos en lo Criminal, toda vez que en el futuro podrían colectarse nuevas probanzas que permitieran dilucidar este abominable y sacrílego episodio’” (pág. 128/129).

En síntesis, la investigación de Eduardo Kimel fue rigurosa, donde no sólo se narró el hecho investigado sino que se acopiaron diversos testimonios que directa o indirectamente se referían a él. Se enumeraron con detalle y precisión una serie de elementos de juicio que conducían a la conclusión inevitable —que por otra parte hoy resulta incontrovertible— de que el hecho había sido perpetrado por fuerzas de seguridad que actuaron en la clandestinidad y con la colaboración pasiva de los policías de la zona.

Se presentaron en forma clara los elementos que se conocían desde un primer momento y que indicaban que el hecho era obra de las fuerzas de seguridad (cfr. págs. 61/64, en los párrafos ya transcriptos), y las contradicciones que fueron surgiendo a medida que avanzó la investigación judicial (cfr. pág. 127/128: "las contradicciones").

Todos estos elementos de juicio fueron debidamente reseñados y puestos en conocimiento del lector, con numerosas citas textuales de la causa judicial.

En el cumplimiento del deber periodístico de informar seriamente y de buena fe sobre hechos de evidente interés público, se evaluó la forma en que se llevó adelante la estéril investigación judicial, se hizo expresa mención de que el fiscal en más de una oportunidad había solicitado que se sobreseyera provisionalmente el expediente y se virtió una opinión sobre la forma en que funcionó el poder judicial en su conjunto durante la época en que las fuerzas armadas detentaron el poder.

IV. LOS HECHOS DEL CASO. RESEÑA DEL PROCESO JUDICIAL

El periodista Eduardo KIMEL desarrolló la investigación más completa del caso y publicó un libro con su historia: La masacre de San Patricio. Sin embargo, el 28 de octubre de 1991, el ex juez Guillermo Federico Rivarola, responsable de la investigación del crimen, promovió una querella penal por calumnias (artículo 109 del Código Penal) contra Eduardo KIMEL, por considerar agraviantes ciertos párrafos contenidos en el libro de su autoría relacionados con la ineficacia de la pesquisa. Entendió Rivarola que la víctima, le habría imputado la comisión de los delitos de encubrimiento e incumplimiento de los deberes de funcionario público.

Las frases más controvertidas fueron las siguientes: “La actuación de los jueces durante la dictadura fue, en general, condescendiente cuando no cómplice de la represión”, afirmó KIMEL en su trabajo. “En el caso de los Palotinos, el juez Rivarola cumplió con la mayoría de los requisitos formales de la investigación, aunque resulta ostensible que una serie de elementos decisivos para la elucidación del asesinato no fueron tomados en cuenta” —afirmó el periodista—. “La evidencia de que la orden del crimen había partido de la entraña del poder militar, paralizó la pesquisa llevándola a un punto muerto.”

En marzo de 1992 se realizó la audiencia de conciliación sin que se lograra ningún acuerdo ni mediara retractación. Los entonces letrados de Eduardo G. KIMEL contestaron la acusación. En dicha oportunidad pusieron de manifiesto que el querellado había actuado ejerciendo un legítimo derecho, cual es el de informar y criticar los actos de gobierno y que tal derecho se encuentra plasmado en la Constitución Nacional y en el art. 13.1. del Pacto de San José de Costa Rica. Entre otras consideraciones también plantearon la inexistencia de calumnia por falta de elementos del tipo. Finalmente solicitaron la absolución del querellado.

En el período de prueba, se obtuvo la remisión "ad efectum videndi" de la causa 7970 “Barbeito, Salvador y otros, víctimas de homicidio (art. 79 C. Penal)”, en la cual se investigó el asesinato de los sacerdotes y seminaristas palotinos. Por solicitud de la defensa depusieron testigos de concepto del querellado quienes hicieron conocer el buen concepto que como profesional tiene KIMEL. Por su parte la querella produjo pruebas sobre las calidades funcionales y académicas del Dr. Rivarola.

El 25 de septiembre de 1995 la jueza Dra. Ángela Braidot, titular del Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Criminal y Correccional 8, dictó sentencia por la cual se condenó a Eduardo G. KIMEL como autor responsable del delito de injurias, previsto y reprimido por el art. 110 del C. Penal a la pena de un año de prisión, cuyo cumplimiento se dejó en suspenso, con costas. Asimismo, se lo condenó, también, a abonar al querellante la suma de veinte mil pesos ($20.000) en concepto de indemnización por reparación del daño moral causado.

Contra dicho pronunciamiento apelaron la defensa solicitando la revocatoria y la absolución del querellado, y la querella por cuanto entendía que correspondía la condena en orden al delito de calumnias .

La Sala VI de la Cámara Nacional de Apelaciones dictó sentencia con fecha 19 de noviembre de 1996 y revocó la decisión de primera instancia, absolviendo a Eduardo Gabriel KIMEL en orden al delito que fuera condenado. La Sala entendió que la obra de KIMEL era la manifestación o expresión de ideas publicadas a través de la prensa, de modo que se encontraba bajo la tutela de la Constitución Nacional y del artículo 13 de la Convención. Luego de analizar párrafo a párrafo la obra cuestionada, llegó a la conclusión que no existían calumnias, pues las opiniones de KIMEL sobre la conducta de Rivarola, eran juicios de valor que no podían asimilarse a la falsa imputación de un delito concreto a una persona determinada, que dé motivo a la acción pública. Tal es la definición del tipo penal de calumnia en el Código Penal argentino. La Sala concluyó además que no podía imputarse a KIMEL el delito de injurias, por cuanto su trabajo podía calificarse como una breve crítica histórica, y en esta labor no había excedido los límites éticos de su profesión. Consideró el tribunal que el periodista ejerció su derecho a informar de no abusiva y legítima y sin intención de lesionar el honor del Dr. Rivarola, ya que no se evidenciaba siquiera el dolo genérico, elemento suficiente para la configuración del hecho ilícito analizado. El fallo analizó la conducta de KIMEL presuponiendo que había sido manifestación del derecho de criticar la actuación de los funcionarios públicos. “Quienes ejercemos la función pública”, concluye el tribunal, “estamos expuestos a la crítica de la prensa sobre nuestro desempeño”.




En su voto concurrente el magistrado Elbert afirmó que los interrogantes planteados por KIMEL acerca del desempeño de la Justicia durante la dictadura, lo inclinaban a admitir una visión autocrítica. “Esa quiebra violenta del orden jurídico”, sostiene el magistrado, ”consintió un poder judicial comprometido, en carácter de institución legitimante esencial del estado de excepción, pero sin eficacia suficiente como para cuestionar o limitar el implacable terrorismo de estado impuesto”. Agregó el juez que “todos los funcionarios y magistrados judiciales del país fuimos subordinados al acta y estatuto del proceso de reorganización nacional, que tuvieron rango supraconstitucional”. Por lo que concluyó que “la desconfianza hacia la justicia del autor Eduardo KIMEL, certera o equivocada, constituye, en este contexto, una actitud comprensible y según puedo juzgar, exenta de malicia tendiente a ofender, desacreditar o atribuir irregularidades deliberadas al Dr. Rivarola” (el destacado nos pertenece).

Con motivo del recurso extraordinario interpuesto por la querella, la Corte Suprema de Justicia de la Nación dictó sentencia el 22 de diciembre de 1998 en la que revocó el pronunciamiento recurrido y ordena que vuelvan las actuaciones a la instancia de origen para que por quien corresponda se dicte nuevo fallo con arreglo a las pautas establecidas en la sentencia.

El fallo de la Corte será analizado en detalle más adelante, pero en un primer análisis puede señalarse que el tribunal concluyó que la sentencia de la Sala era arbitraria, por haber considerado —sobre la base de argumentos legales erróneos— la atipicidad de la calumnia.

Conforme a lo dispuesto por la Corte Suprema, la causa fue remitida en esta oportunidad a la Sala IV, a efectos de que ésta dicte nueva sentencia. El pronunciamiento de la Cámara fue dictado el 17 de marzo de 1999, y resolvió: “I.- Confirmar parcialmente el dispositivo 1 de la sentencia de fs. 271/285 que condena a Eduardo Gabriel KIMEL a la pena de un año de prisión en suspenso, con costas en ambas instancias, modificándose la calificación legal por el delito de calumnia previsto y penado en el artículo 109 del Código Penal (artículos 26 y 29 inciso 3ro. del Código Penal). II.- Confirmar el dispositivo II de dicha sentencia que condena a Eduardo Gabriel KIMEL a abonar al querellante, Dr. Guillermo Federico Rivarola, la suma de pesos veinte mil ($ 20.000), en concepto de indemnización por reparación del daño moral causado. III.- Confirmar el dispositivo III de la sentencia recurrida que no hace lugar a la publicación de la presente, conforme lo solicitara la querella, atento la extemporánea introducción de la previsiones contenidas en el art. 114 del Código Penal”.

Contra este pronunciamiento, la víctima interpuso un nuevo recurso extraordinario que fue rechazado, ante lo que la defensa interpuso el correspondiente recurso de queja, que también fue rechazado por inadmisible el 14 de septiembre del 2000, auto notificado el 19 de septiembre de ese año.

En tal sentido la sentencia de la Sala IV condenó a KIMEL, sobre la base de las reglas y directivas del fallo de la Corte Suprema de Justicia, y partiendo de los antecedentes y la pena originalmente impuestas por la magistrado de primera instancia, cuyo pronunciamiento ratificó parcialmente.

La responsabilidad del Estado por la violación a los derechos humanos de Eduardo KIMEL consiste en actuación de la Justicia a lo largo de este proceso que terminó en la condena de la víctima. De esta manera, KIMEL se convirtió, paradójicamente, en el único condenado a raíz de los hechos de San Patricio.


V. LA VIOLACIÓN DEL DERECHO A LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN (ART. 13 DE LA CONVENCIÓN AMERICANA)

En este apartado explicaremos que el Estado argentino violó el derecho de Eduardo KIMEL a la libertad de expresión. Ello porque el caso de KIMEL demuestra de manera evidente el absoluto desprecio de los tribunales del Estado denunciado por respetar los estándares del derecho internacional de los derechos humanos en materia de libertad de expresión.

En este sentido, la utilización de figuras penales como las calumnias y las injurias —como en el caso de KIMEL— provoca en el imputado y en todos los periodistas en general un efecto inhibidor indudable para futuras expresiones similares de interés público. Pero además, resulta evidente que el Sr. Eduardo KIMEL fue condenado por emitir opiniones críticas sobre la actuación funcional de un órgano del gobierno. En este sentido, resulta acorde con los estándares internacionales en la materia que la protección del honor de personalidades públicas debe ser atenuada cuando se discuten temas de interés público, en comparación con la que se brinda a los simples particulares; que la protección de su honor cede ante el derecho a informar y ser informado. No obstante, en el presente caso, lo cierto es que los tribunales argentinos aplicaron un criterio que privilegió el valor del honor del acusador privado, precisamente, por su carácter de funcionario estatal.

1. Las sanciones penales y su efecto inhibidor de las expresiones de crítica

El primer problema que presenta el caso del periodista Eduardo KIMEL se vincula con la criminalización de la crítica política.

Desde una perspectiva histórica se consideraba que tanto la libertad de expresión como la de prensa se encontraban garantizadas si se prohibía la previa censura de lo que se publicaría, pero ello no obstaba a que, en ciertos casos específicos, se pudiera responsabilizar jurídicamente a quien hubiera hecho la publicación.

Bien vale preguntarse sobre las razones de ese limitado conformismo que entendía garantizada la libertad de expresión con la mera prohibición de la censura previa. Podríamos remontarnos al Siglo XVII, cuando John Milton escribe en Inglaterra Areopaítica . La referencia de este tipo es importante porque, como veremos, uno de los problemas, o mejor dicho el problema al que se enfrentaban quienes querían difundir sus ideas en aquella época era, precisamente, la censura previa. La otra cuestión (la aplicación de sanciones a posteriori), a pesar de que Milton hace alguna referencia en este trabajo, no tenía igual importancia porque el filtro era previo.

Aparentemente, esta obra tuvo problemas para obtener la licencia de publicación, porque el aumento del poder religioso ejercía presiones para publicaciones de este tipo; el enfrentarse a la censura fue lo que provocó que Milton escribiera Areopagítica, como un frontal y abierto ataque contra ella. Esto es lo que motiva a Milton a desarrollar su trabajo: él ataca la censura no porque creyera que era lo único que impedía la libre expresión, sino porque era el mecanismo más usado y común en aquel tiempo.

Tiempo después, en 1662, se instaura la English Licensing Act, que disponía un sistema de otorgamiento de licencias para todas las publicaciones. Esta ley expiró en 1694, creyendo algunos que no fue porque se oponía a la libertad de expresión, sino más bien porque se había llevado a cabo una absurda administración de las licencias.

Tuvo que transcurrir poco menos de un siglo para que se estableciera en Inglaterra el derecho a publicar sin restricciones previas. Existe un pasaje de William Blackstone que es suficientemente demostrativo de lo que se entendía a finales del siglo XVIII como la libertad de prensa; allí explicaba que “[l]a libertad de la prensa es en verdad esencial a la naturaleza de un estado libre; pero ello consiste en no aplicar previa censura a las publicaciones, y no en la libertad de censurar por cuestiones criminales cuando han sido publicadas. Todo hombre libre tiene un indudable derecho de exponer los sentimientos que le plazca ante el público; prohibirle esto, es destruir la libertad de la prensa, pero si lo que publica es impropio, malicioso o ilegal, él debe soportar las consecuencias de su temeridad”.

Nuevamente se pone de manifiesto que el problema que tenían hace trescientos años quienes querían publicar, era, por sobre todas las cosas, la censura que sobre sus expresiones se establecía. Tal era el "enemigo" real y palpable de la libertad de expresión, y contra él se alzaban. La influencia de Blackstone resulta indudable en el mundo anglosajón. Queda claro en el párrafo transcripto que la libertad de prensa se entendía únicamente garantizada con la prohibición de la censura previa; repetimos que razones históricas hacían bastante justificable ello, ya que como vimos la tradición había sido siempre la de establecer restricciones antes de la publicación.

Una demostración de la influencia de este pensamiento hacia fines de 1700 se percibe en el proceso revolucionario norteamericano cuando, a pesar de la promulgación de la Primera Enmienda de la Constitución Estadounidense, en 1798 se sancionó la Sedition Act que prohibía e imponía penas a quienes efectuaran publicaciones falsas, escandalosas y maliciosas contra el Gobierno de los Estados Unidos, el Congreso o el Presidente.

La Sedition Act fue impugnada por alguno de los padres de la unión norteamericana, como Madison y Jefferson, pero aprobada por muchos otros, que siguiendo los lineamientos de Blackstone no veían ningún problema con la libertad de prensa. La sensación en cuanto a que lo único que importaba era la falta de censura previa, los dejaba tranquilos.

Pero llegado a este punto, es importante remarcar, que el pasar de los años fue inclinando el fiel de la balanza hacia lo inconcebible de adoptar medidas después de la publicación en los casos en que lo hacía la Sedition Act.

Se percibe entonces un problema de difícil solución: si se considera beneficioso que el ordenamiento jurídico impida el control previo de una determinada expresión para así garantizar el libre flujo de ideas en el mercado o el descubrimiento de la “verdad”, no se explican los motivos que permitirían que, simultáneamente, se “amenace” con la persecución privada o estatal a quien se pronunció libremente, porque ello genera inhibiciones en las personas que posiblemente conducirían a que las ideas no fluyan libremente ni que se llegue al descubrimiento de la verdad. Como señalamos más adelante, esta evidente contradicción, comienza a ser resuelta en un único sentido: la amenaza de sanción penal es incompatible con la libertad de expresión.

Tal línea de pensamiento tiene en nuestra época un consenso que empieza a ser cada vez más unánime, tanto por la jurisprudencia de las jurisdicciones locales de los Estados, como de los Tribunales internacionales.

En tal sentido, sobre el efecto intimidatorio de las sanciones penales por expresiones, se ha pronunciado, la Corte Suprema de los EE.UU., en los siguientes términos:

“La opinión de la Corte demuestra de manera categórica el efecto desincentivador (chilling effect) de las leyes de Alabama sobre difamación sobre las libertades de la I Enmienda. Los colonizadores no estaban dispuestos —ni debemos estarlo nosotros— a asumir el riesgo de que ‘los hombres que perjudican y oprimen a las personas bajo su administración, y que provocan sus protestas y quejas’ también se hallen facultados para ‘transformar esos mismos reclamos en las bases para nuevas opresiones y persecuciones’ The Trial of John Peter Zenger, 17 Howell's St. Tr. 675, 721-722 (1735) (alegato del abogado defensor frente al jurado). Imponer responsabilidad por comentarios críticos sobre la actuación de funcionarios públicos haría resurgir ‘la obsoleta doctrina que afirma que los gobernados no deben criticar a sus gobernantes’. Cf. Sweeney v. Patterson, 76 U.S. App. D.C. 23, 24, 128 F.2d 457, 458” (New York Times Co. v. Sullivan, 376 US 254, 301 [1964]) .

Una solución paradigmática en la jurisprudencia Argentina fue la decisión de la Cámara Federal en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal, cuando resolvió un caso donde se había denunciado que una solicitada que saldría publicada por distintos medios de comunicación, constituiría la figura de apología del delito (“Verbitsky, Horacio s/dcia.”, Sala I, del 10/11/1987). Este tribunal consideró que la garantía del derecho de prensa supone la prohibición de toda forma de restricción o censura sobre el material a publicarse por parte de los poderes de gobierno, y que sólo es posible actuar posteriormente sobre la responsabilidad emergente de la publicación, pudiendo imponerse, incluso, penas en caso de delito.

La Cámara, sobre tales bases, concluyó que, no obstante que los hechos de la causa eran, prima facie, constitutivos del delito de apología del crimen en grado de tentativa, era errónea la decisión del juez de primera instancia y revocó la resolución que ordenó que no fuera publicada la solicitada en cuestión.

En palabras más simples, la Cámara le informó a los autores de la solicitada: “si quieren publicar, publiquen, pero posiblemente después los condenemos a pena de prisión, que es la establecida para la apología del delito”. Éste es el efecto que siempre produce la aplicación de responsabilidades posteriores de carácter penal, efecto que en la doctrina estadounidense ha sido llamado “chilling effect”, o efecto de intimidación. Este efecto lo advirtió la Comisión Europea de Derechos Humanos, cuando en un caso concluyó que “el editor de un periódico puede reclamar ser víctima del art. 10, aun cuando no se le hubiera iniciado ningún acción por difamación contra sus publicaciones, cuando la ley es demasiado vaga y por ello permite el riesgo de una persecución” (“Times Newspaper LTD. vs. United Kingdom”, 5/3/90).

Si, por ejemplo, los periodistas son víctimas de coerciones, persecuciones, de trabas en el ejercicio de su función, de represiones, o de cualquier otra clase de conducta restrictiva, la atmósfera colectiva retrae sobremanera la posibilidad de expresarse. El clima no se vuelve propicio, y la gente prefiere la seguridad de no verse sometida a padecer un probable perjuicio, al desafío de hacer pública una opinión. A quien, de escoger la vía de una expresión audaz, le puede ir “mal”, es difícil que su capacidad de reacción le permita superar la presión del medio hostil. Entonces, calla. No ha habido censura en sentido estricto, pero ha habido coerción.

2. Las sanciones penales son incompatibles con el art. 13 de la Convención

Culmina esta breve síntesis del camino iniciado en pos de una verdadera libertad de expresión, "robusta y desinhibida" para las manifestaciones de crítica de funcionarios, la posición adoptada en el ámbito regional por la Comisión Interamericana cuando entendió que “...las leyes de desacato restringen indirectamente la libertad de expresión porque traen consigo la amenaza de cárcel o multas para quienes insultan u ofenden a un funcionario público... El temor a sanciones penales necesariamente desalienta a los ciudadanos a expresar sus opiniones sobre problemas de interés público, en especial cuando la legislación no distingue entre los hechos y los juicios de valor”.

Sobre el efecto intimidatorio, en forma terminante, también agregó que “...si se consideran las consecuencias de las sanciones penales y el efecto inevitablemente inhibidor que tienen para la libertad de expresión, la penalización sólo puede aplicarse en circunstancias excepcionales en las que exista una amenaza evidente y directa de violencia anárquica”.

Pero, la CIDH fue más allá cuando entendió que “...la obligación del estado de proteger los derechos de los demás se cumple estableciendo una protección estatutaria contra los ataques intencionales contra el honor y a la reputación mediante acciones civiles y promulgando leyes que garanticen el derecho de rectificación o de respuesta”.

Toda esta línea argumentativa, ha sido recientemente confirmada: nos referimos a la Declaración de Principios de la Libertad de Expresión, aprobada por la Comisión Interamericana durante su 108º período ordinario de sesiones. Ello es explicado por el Relator especial en un comunicado de prensa de manera más que elocuente:

“Asimismo, el Dr. Cantón recuerda lo establecido en los principios 10 y 11 de la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión, recientemente aprobada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos:

10. ‘... la protección a la reputación debe estar garantizada sólo a través de sanciones civiles, en los casos en que la persona ofendida sea un funcionario público o persona pública o particular que se haya involucrado voluntariamente en asuntos de interés público...’

11. ‘Los funcionarios públicos están sujetos a un mayor escrutinio por parte de la sociedad. Las leyes que penalizan la expresión ofensiva dirigida a funcionarios públicos generalmente conocidas como ‘leyes de desacato’ atentan contra la libertad de expresión y el derecho a la información’” (Comunicado de Prensa del Relator Especial para la Libertad de Expresión de la OEA, Dr. Santiago A. CANTÓN, PREN/35/00, 22 de noviembre del 2000).

Debe quedar claro que no importa, en este caso concreto, si se trata de la imposición de una pena a título de la figura de “calumnias” “injurias” o de “desacato”. La circunstancia determinante de las conclusiones de los órganos del sistema interamericano para declarar las leyes de “desacato” como leyes contrarias a la Convención consiste en la naturaleza de la sanción penal, esto es, en los efectos que para la libertad de expresión produce una sanción de carácter represivo. Ello queda claro si tenemos en cuenta que:

“... En el hemisferio existen un gran número de leyes que no responden a los estándares internacionales y deben ser reformadas si se quiere contar con un marco legal que promueva y defienda la libertad de expresión e información.

Por ejemplo, en muchos Estados del hemisferio siguen existiendo leyes que consagran la figura del desacato; se sigue utilizando el tipo penal de injurias y calumnias para perseguir judicialmente a periodistas...” (Informe Anual de la CIDH, Informe de la Relatoría para la Libertad de Expresión, vol. III, 2000, p. 20, destacado agregado).

De acuerdo con la opinión del Relator Especial sobre Libertad de Expresión del sistema interamericano:

“Es más, la Comisión observa que contrariamente a la estructura que establecen las leyes de desacato en una sociedad democrática, las personalidades políticas y públicas deben estar más expuestas —y no menos expuestas— al escrutinio y la crítica del público. La necesidad de que exista un debate abierto y amplio, crucial para una sociedad democrática, debe abarcar necesariamente a las personas que participan en la formulación y la aplicación de la política pública. Dado que estas personas están en el centro del debate público y se exponen a sabiendas al escrutinio de la ciudadanía deben demostrar mayor tolerancia a la crítica.

La jurisprudencia europea, al igual que la de Estados Unidos, comparte este principio de distinción en el nivel de protección otorgada a la persona pública y privada. En el caso Lingens, la Corte Europea expresó que ‘los límites de la crítica aceptable deben ser más amplios con respecto a un político como tal que con relación a un individuo particular. Ya que el primero expone su persona a un escrutinio abierto de sus palabras y actos tanto por la prensa como por el público en general y, en consecuencia, debe demostrar un mayor grado de tolerancia’.

La primera derivación de este sistema dual de protección es la necesidad de revisar las leyes de desacato para adecuarlas al artículo 13 de la Convención Americana. Al respecto la Comisión señaló que ‘en conclusión, la Comisión entiende que el uso de tales poderes para limitar la libertad de expresión de ideas se presta al abuso, como medida para acallar ideas y opiniones impopulares, con lo cual se restringe un debate que es fundamental para el funcionamiento eficaz de las instituciones democráticas. Las leyes que penalizan la expresión de ideas que no incitan a la violencia anárquica son incompatibles con la libertad de expresión y pensamiento consagrada en el artículo 13 y con el propósito fundamental de la Convención Americana de proteger y garantizar la forma pluralista y democrática de vida’” (Informe Anual de la CIDH, Informe de la Relatoría para la Libertad de Expresión, vol. III, 2000, p. 15, destacado agregado).

Más allá de las consideraciones anteriores —que ponen de manifiesto que, de acuerdo con la doctrina pacífica de los órganos del sistema interamericano de protección de los derechos humanos, la única circunstancia relevante consiste en el “chilling effect” producido por la eventual aplicación de sanciones penales a quienes hacen ejercicio del derecho a la libertad de expresión—, lo cierto es que, también para los tribunales del Estado Argentino, existe una estrecha asimilación entre la figura de calumnias y la figura —hoy derogada— del delito de desacato. En este sentido, se puede leer en la sentencia de primera instancia del tribunal que condenara inicialmente al Sr. Eduardo KIMEL.

“... si bien la imputación deshonrosa hecha a un Magistrado con motivo u ocasión de sus funciones, constituiría Desacato en los términos del art. 244 del código de Fondo, hoy derogado, la específica imputación de un delito de acción pública, configura siempre calumnia” (sentencia condenatoria de primera instancia del 25 de noviembre de 1995, foja 272 vuelta, destacado agregado).

Independientemente del incorrecto uso de las mayúsculas por parte del tribunal de primera instancia , lo cierto es que éste pone en evidencia —de manera indiscutible— que la imputación formulada contra el Sr. Eduardo KIMEL, de no haber sido derogado el delito de desacato, resultaría típica de esta figura delictiva. Ello implica, al menos, dos conclusiones: a) de haber estado vigente el tipo penal de desacato, el Sr. Eduardo KIMEL podría haber sido condenado por ese delito; y b) en este caso concreto, la derogación de la figura del desacato no produjo consecuencia alguna respecto de la posibilidad jurídica de imponer una sanción penal al Sr. Eduardo KIMEL.

En síntesis, de la lectura del fallo citado —sentencia de primera instancia— y de las decisiones judiciales posteriores, que serán analizadas más adelante, surge de modo manifiesto el absoluto desprecio de los tribunales del Estado denunciado por respetar los estándares del derecho internacional de los derechos humanos.

En efecto, en ninguno de los fallos que han dado motivo a esta petición —sentencia de primera instancia del 25/11/95; sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación del 22/12/98; y sentencia de la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal del 17/03/99— se ha discutido la adecuación de las decisiones adoptadas en los pronunciamientos de esos tres tribunales con las exigencias impuestas por el texto de la Convención Americana, como tampoco respecto de la doctrina y jurisprudencia de los órganos de protección del sistema interamericano.

Esta circunstancia llama mucho más la atención en un caso en el cual, como en éste, la defensa articuló gran parte de su estrategia sobre la doctrina aplicable a la libertad de expresión desarrollada en el ámbito interamericano. Así, por ejemplo, es posible advertir las numerosas referencias y solicitudes de aplicación de los estándares del derecho internacional de los derechos humanos, por parte de la defensa, durante todo el proceso (ver, por ej., la p. 6, y las ps. 16 y ss. de la expresión de agravios del recurso de la defensa contra la sentencia condenatoria de primera instancia, presentada el 5/2/96, y que se acompaña como anexo).

Así, por ejemplo, en el voto de Alfredo BARBAROSCH —sentencia de la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal del 17/03/99—, no se hace mención alguna a esta cuestión, como tampoco a los derechos garantizados en la Convención Americana ni a las obligaciones internacionales del Estado Argentino. El voto de su colega Carlos GEROME, que adhiere al anterior, sólo agrega una breve mención a la libertad de expresión de nuestro texto constitucional, propone una errónea aplicación de la doctrina de la “real malicia” de la Corte Suprema de Estados Unidos, dejando de lado, por supuesto, que la calumnia, en nuestro derecho, es un delito doloso.

Tampoco en el voto mayoritario de la sentencia de la Corte Suprema, redactado por los ministros NAZARENO, MOLINÉ O’CONNOR, LÓPEZ y VÁZQUEZ el 22/12/98 —que revoca la resolución absolutoria dictada por la Sala VI de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal— se dice una sola palabra sobre este problema. Resulta absolutamente injustificable que el más alto tribunal penal de este país no conozca —o no tenga en cuenta— la doctrina establecida por los órganos del sistema internacional de protección que, según sus propios precedentes, deben ser utilizados como guía de interpretación por los tribunales locales .

Por lo demás, debido a la supuesta sujeción que la Corte Suprema de la Nación impuso, respecto de los contenidos de su decisión, a la Sala IV de la Cámara de Apelaciones, que tuvo que dictar la sentencia condenatoria definitiva, respecto a los principios establecidos en su sentencia, esta circunstancia adquiere mucho más relevancia en la resolución del caso. Ello pues como dejó claro BARBAROSCH en su voto, él debía “atenerse a la línea argumental trazada por la Corte, de la cual no [podía] apartarse, en la presente querella promovida por el Dr. Rivarola contra el periodista Eduardo Kimel...” (sentencia de la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal, del 17/03/99, foja 468, destacado agregado).

En definitiva, la doctrina actual tiene sentido pues, si se considera beneficioso que el ordenamiento jurídico impida el control previo de una determinada expresión, para así garantizar el libre flujo de ideas en el mercado o el descubrimiento de la “verdad”, no se explican los motivos que permitirían que, simultáneamente, se “amenace” con la persecución —privada (calumnias e injurias) o estatal (desacato)— a quien se pronunció libremente, porque ello genera inhibiciones en las personas, que posiblemente conducirían a que las ideas no fluyan libremente ni se llegue al descubrimiento de la verdad.

Es por ello que en el ámbito regional se han establecido fórmulas como la que prescribe el art. 13, nº 2, de la Convención Americana sobre Derechos Humanos: censura previa nunca, responsabilidades ulteriores, sólo en ciertos casos y bajo ciertas condiciones. La solución del instrumento citado ha sido determinada teniendo en cuenta los efectos que se pueden producir por la implementación de responsabilidades posteriores a la expresión, que, en algunos casos, pueden equipararse con los mismos efectos que provoca la implementación de mecanismos de censura previa. De allí el rechazo a la posibilidad de imponer responsabilidades ulteriores de carácter penal. En otras palabras, las sanciones penales, por su indudable efecto inhibidor son violatorias de la Convención.

3. Las expresiones de crítica a funcionarios públicos en el ámbito del art. 13 de la Convención Americana

I. El segundo aspecto problemático del caso judicial que culminó con la condena del periodista Eduardo KIMEL se vincula con la absoluta ausencia de toda consideración respecto del carácter de funcionario estatal cuyo desempeño funcional cuestionara el peticionario y, por ende, del análisis del estándar de protección restringido aplicable a quienes se ocupan de los asuntos del Estado.

En las tres resoluciones condenatorias, no se hace mención alguna a esta circunstancia, especialmente relevante tanto según la doctrina jurisprudencial del Estado denunciado como también de la doctrina del sistema interamericano de protección de los derechos humanos. Esta “omisión” llama poderosamente la atención, especialmente si tenemos en cuenta el profuso desarrollo teórico y jurisprudencial sobre el tema.

Ya en su tiempo, autores como JEFFERSON y MADISON entendieron que la aplicación de sanciones penales ulterior a una publicación referida a asuntos de crítica al gobierno contrariaban el espíritu del derecho a la libertad de expresión. En este sentido, la jurisprudencia de los tribunales locales ha sostenido:

“La actividad política somete a sus integrantes a aceptar juicios que, en abstracto y en el más puro examen, agravian el honor e, impulsado el aparato judicial, son seguramente merecedores de reproche penal. Sin embargo, al considerar que sus destinatarios son figuras políticas públicas, la entidad y gravedad de las manifestaciones, que lesionan el honor (considerado desde el punto de vista subjetivo) deben poseer mayor aptitud ofensiva que para el resto de los ciudadanos” (Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal, Sala II, in re “Eduardo Menem, s/querella”, causa nº 9.373, sentencia del 8/11/93, voto del juez LURASCHI).

“Ello así, pues desde el punto de vista del honor subjetivo, quien desarrolla una actividad política que implica constante confrontación con adversarios, asume una posición que necesariamente lo expone a la crítica, por lo que debe encontrarse subjetivamente más preparado que el hombre común para proteger su sensibilidad de los ataques; en tanto que desde el ángulo del honor objetivo los terceros que toman conocimiento de esas expresiones no pueden pasar por alto las circunstancias que vician su ecuanimidad” (ibídem; voto del juez CATTANI).

“… la comunidad en que el hombre público vive integrado sabe que esos ataques previsibles están, muchas veces, inspirados, o al menos potenciados, no por una serena apreciación de las cualidades de la persona a la que van dirigidas o de las virtudes de sus actos, sino por la rivalidad política, partidista o grupal y, en consecuencia su posible efecto sobre el concepto de la víctima disminuye, al haber disminuido también la confiabilidad respecto del carácter objetivo de la crítica” (Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal, Sala II, in re “Galván, Raúl A. s/querella por calumnias e injurias c/Julio Ramos”, reg. nº 5.398, sentencia del 20/3/87).

II. A mayor abundamiento, en el caso de manifestaciones contra funcionarios públicos, desde hace años, los tribunales entienden que, si bien es cierto que los funcionarios públicos tienen honor jurídicamente protegido, no lo es menos que su propia exposición en los asuntos públicos hace que, para ser punible, la intensidad de la lesión deba ser mayor que la cometida contra cualquier particular o persona ajena a la exposición pública.

En la doctrina y jurisprudencia del sistema interamericano y, también, del sistema europeo, la libertad de expresión es vista como una condición necesaria para la existencia de un debate público sobre asuntos políticos o de interés general, debate que es esencial para la existencia misma de la sociedad democrática. Por lo tanto, el nivel de protección del derecho dependerá en forma directamente proporcional a la vinculación que el caso tenga con el debate de asuntos de interés público.

Es así que aquellas expresiones referidas a temas esencialmente políticos recibirán un nivel de protección muy importante, como consecuencia directa de su contenido . Circunstancias adicionales pueden ser también tomadas en cuenta a fin de dar mayor protección al derecho a la libertad de expresión, en tanto aumentan la relación entre las expresiones cuestionadas y el debate democrático. Así, se ha hecho mérito de circunstancias tales como que las críticas sean referidas directamente al gobierno:



“Los límites de la crítica admisible son más amplios en relación al gobierno que a un simple particular, e incluso que a un político. En un sistema democrático sus acciones u omisiones deben estar situadas bajo el control atento no sólo de los poderes legislativo y judicial, sino también de la prensa y de la opinión pública. Además, la posición dominante que ocupa le exige mostrar moderación en el recurso a la vía penal…” (Corte Europea de Derechos Humanos, Caso “Castells”, Sentencia del 23 de abril de 1992, párr. 46, en AA.VV., Libertad de prensa y derecho penal, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1997).

“… los límites de la crítica permitida son más amplios en relación a un político considerado como tal que cuando se trata de un mero particular: el primero, a diferencia del segundo, se expone, inevitable y deliberadamente, a una fiscalización atenta de sus actos y gestos, tanto por los periodistas como por la multitud de ciudadanos, y por ello tiene que mostrarse más tolerante” (Corte Europea de Derechos Humanos, Caso “Lingens”, sentencia de 8 de julio de 1986, Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Jurisprudencia 1984-1987, Cortes Generales, Madrid, 1981, p. 125, párr. 42).

III. El mismo criterio orienta el Informe sobre leyes de desacato elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos:

“… una ley que ataque el discurso que se considera crítico de la administración pública en la persona del individuo objeto de esa expresión afecta a la esencia misma y al contenido de la libertad de expresión” (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Informe sobre la Compatibilidad entre las Leyes de Desacato y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en Informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos del año 1994, OEA/ Ser.L/V/II.88, Doc. 9 rev., 17 de febrero de 1995, ps. 218/219).

“… en una sociedad democrática, las personalidades políticas y públicas deben estar más expuestas —y no menos expuestas— al escrutinio y la crítica del público… Dado que estas personas están en el centro del debate público y se exponen a sabiendas al escrutinio de la ciudadanía, deben demostrar mayor tolerancia a la crítica” (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Informe sobre la Compatibilidad entre las Leyes de Desacato y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, cit., p. 222).

Si se acepta que el honor individual de los funcionarios públicos por actos propios de su función requiere una actitud lesiva de mayor intensidad que para el resto de los ciudadanos, es porque, implícitamente, se acepta que la crítica política de sus actos es valorativamente más importante que la protección del interés individual. Es por ello que se afirma que, bajo circunstancias diferentes, el alcance de la protección del honor varía. Así, se señala que, a diferencia del supuesto anterior, la libertad de expresión y de información cederán siempre frente al derecho al honor cuando se trate de acciones privadas del afectado que carezcan de vinculación con los asuntos de Estado, con el interés público o con las cuestiones propias de la comunidad social (cf. BACIGALUPO, Enrique, Colisión de derechos fundamentales y justificación en el delito de injuria, p. 94). De este presupuesto parte, por ejemplo, la doctrina del sistema europeo. En el caso “Handyside v. UK”, sentencia de 26/4/76, el Tribunal Europeo sostuvo:

“La libertad de expresión es uno de los fundamentos esenciales de tal sociedad, una de las condiciones primordiales para su progreso y para el desarrollo de los hombres. Al amparo del art. 10.2 es válido no sólo para las informaciones o ideas que son favorablemente recibidas o consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una ‘sociedad democrática’. Esto significa que toda formalidad, condición, restricción o sanción impuesta en la materia debe ser proporcionada al fin legítimo que se persigue” (destacado agregado).

En conclusión, de todos los precedentes europeos se deduce claramente que, a pesar del peligro que encierra la publicación de duras críticas, por cuanto puede dañar injustificadamente el honor de las personas involucradas, el Tribunal Europeo se ha inclinado favorablemente hacia la protección irrestricta del derecho a la libertad de expresión cuando se trata de materias que hacen a la crítica de los asuntos públicos.

En este sentido, la existencia de interés público en el tema tratado en el libro escrito por el periodista Eduardo KIMEL resulta indiscutible. Es importante destacar que los precedentes europeos derivan de un texto convencional que no garantiza la libertad de expresión con la amplitud propia del texto de la Convención Americana. En este aspecto, ha dicho la Corte Interamericana:

“El análisis anterior del artículo 13 evidencia el altísimo valor que la Convención da a la libertad de expresión. La comparación entre el art. 13 y las disposiciones relevantes de la Convención Europea (art. 10) y del Pacto (art. 19) demuestran claramente que las garantías de la libertad de expresión contenidas en la Convención Americana fueron diseñadas para ser las más generosas y para reducir al mínimo las restricciones a la libre circulación de las ideas” [Corte IDH, La Colegiación Obligatoria de Periodistas (Arts. 13 y 29 Convención Americana Sobre Derechos Humanos), Opinión Consultiva OC-5/85, del 13 de noviembre de 1985, párr. 50].

IV. También la Corte Suprema estadounidense se ha preocupado por el tema, en el precedente que, de modo paradójico, cita la Corte argentina. Esto es lo que claramente expuso el juez BLACK de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, acompañado por DOUGLAS, en su opinión concurrente en el caso “New York Times Co. v. Sullivan”. En esa decisión, se señalaba que:

“[e]n Alabama hay 11 juicios por difamación pendientes, promovidos por funcionarios municipales y estatales contra el Times en los que se reclama un total de u$s 5.600.000, y 5 juicios similares contra la Columbia Broadcasting System que reclaman un total de u$s 1.700.000. Por otra parte, esa técnica para hostigar y castigar a una prensa libre no se limita a casos con implicaciones raciales, sino que puede usarse en otros campos donde los sentimientos públicos puedan convertir a los diarios locales o de otros estados en fácil presa de los buscadores de condena por difamación.

En mi opinión, la Constitución ha tratado esta amenaza mortal contra la prensa de la única manera posible para no dejarla desamparada frente a la destrucción: concediendo a la prensa una inmunidad absoluta para las críticas acerca de cómo los funcionarios cumplen con sus deberes públicos. Las medidas parciales como las que adopta la mayoría, son a mi juicio insuficientes” (376 US 254, 295).

Como vemos, el juez BLACK hace una clara y expresa mención a los medios de hostigamiento de la prensa y uno de esos medios es, precisamente, la posibilidad de la persecución judicial.

4. Los fundamentos de las decisiones condenatorias

4. A. La incompatibilidad de las sanciones penales con la Convención

I. Ninguna de las tres resoluciones condenatorias se ocupa de los temas más importantes planteados por la defensa que, según los criterios de la jurisprudencia internacional, deben ser considerados en casos como éste. En primer lugar, resulta obvio y evidente que de la lectura de las tres resoluciones condenatorias —sentencia de primera instancia del 25/11/95; sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación del 22/12/98; y sentencia de la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal del 17/03/99— surge la omisión de tratar la incompatibilidad de las sanciones penales en casos como el que aquí denunciamos.

Ello significa que el tribunal que finalmente impuso la sentencia condenatoria ni siquiera consideró los numerosos antecedentes jurisprudenciales del sistema interamericano, ni los informes del Relator Especial para la Libertad de Expresión, ni la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión y, lo que llama aún mas la atención, los actos del propio Gobierno denunciado que fueron puestos en conocimiento de la Comisión y que, sin lugar a dudas, implican un reconocimiento expreso acerca de la incompatibilidad de las sanciones penales —previstas para los casos de calumnias e injurias en el Código Penal argentino— con las exigencias de la Convención Americana.

“El presente proyecto de ley tiene como objetivo ajustar las disposiciones de los Códigos Civil y Penal de la Nación referidas a los delitos de injuria y calumnia, a los principios de la Constitución Nacional y de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos con rango constitucional en punto a la protección del derecho a la libre expresión. Ello en el marco de la solución amistosa a la que se ha comprometido a arribar el Estado Argentino con la Asociación Periodistas en la audiencia realizada el 1 de octubre de 1999, en el caso 12.128, en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (en adelante CIDH).
...
En cuanto a la esfera penal, el proyecto opta por excluir de la misma a los casos que surjan por el ejercicio de la libertad de crítica. A tal efecto, suprime el actual art. 111 del Código Penal, incompatible con los principios constitucionales en la materia y lo sustituye por un nuevo texto que establece la no punibilidad de las informaciones, juicios de valor y expresiones humorísticas difundidas por los medios de comunicación sobre hechos de interés público referidos a funcionarios o personas equiparadas.
...
Ello permitirá colaborar con la solución amistosa a la que se ha comprometido a llegar el Gobierno Nacional, e impedirá que nuestra República incurra en responsabilidad internacional por inobservancia de los mandatos asumidos al suscribir los tratados internacionales de derechos humanos, conforme lo ha señalado nuestra CSJN (Fallos 315:1492).

El presente proyecto, entonces, se presenta con la conciencia de que como legisladores del Estado Argentino tenemos el deber de ‘garantizar’ el libre y pleno ejercicio de los derechos consagrados en las convenciones de Derechos Humanos constitucionalizadas, con el sentido de que ‘garantizar implica el deber del Estado de tomar todas las medidas necesarias para remover los obstáculos que puedan existir para que los individuos puedan disfrutar de los derechos que la Convención reconoce’ (Opinión Consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos n° 11/90, del 10 de agosto de 1990 – “Excepciones al agotamiento de los recursos internos”; Corte Suprema de Justicia de la Nación, caso “Giroldi”, sentencia del 7 de abril de 1995)...” (Fundamentos, Proyecto de ley para ajustar las disposiciones de los Códigos Civil y Penal de la República Argentina referidas a los delitos de injuria y calumnia, destacado agregado).

Ello significa que, a raíz de casos anteriores denunciados ante la CIDH, el Estado Argentino ya ha admitido de manera expresa la incompatibilidad de la actual regulación vigente en materia de calumnias e injurias con el sistema de protección de derechos establecido en la Convención. Sin embargo, ninguno de los tribunales intervinientes se hizo cargo de la falta de legitimidad de la sanción penal en este caso concreto.

II. En la sentencia de primera instancia del 25/11/95 —a la que remite de manera expresa respecto a la determinación de los hechos de la sentencia condenatoria definitiva de la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal del 17/03/99— se deja en claro que se condena al Sr. Eduardo KIMEL por sus opiniones.

Así, se afirma en esa primera sentencia, entre otras cosas, lo siguiente:

“El interrogante, como tal, no puede implicar una imputación concreta, sino una mera valoración perfectamente subjetiva —y librada al subjetivismo también del lector—, por parte del autor, de una no menos subjetiva apreciación del valor probatorio de los elementos de juicio, incorporados al proceso, por parte del Dr. Rivarola. Trátase, en fin, de una crítica con opinión, a la actuación de un Magistrado, frente a un proceso determinado” (sentencia de primera instancia del 25/11/95, foja 271, destacado agregado).

“[La versión de Kimel]... no pasa de ser una apreciación apasionada y distorsionada de una actuación judicial, formulada, además, por quien carece de idoneidad para ello. Trátase de un juicio de valor, elaborado sobre otro juicio de valor” (sentencia de primera instancia del 25/11/95, foja 278, destacado agregado).

“Crítica y opiniones que, en lo pertinente, alcanzan en forma precisa y determinada, la gestión del Dr. Rivarola, respecto del cual, efectúa, en realidad, para expresarnos con propiedad, juicios de ‘disvalor’” (sentencia de primera instancia del 25/11/95, foja 278 y 278 vuelta, destacado agregado).

Por último, el tribunal de primera instancia concluye:

“... para irrumpir en el terreno de la innecesaria y sobreabundante crítica y opinión descalificante y peyorativa, respecto de la labor de un Magistrado, que en nada contribuye a la función informativa, a la formación social o a la difusión cultural y tanto menos, el esclarecimiento de los hechos o de la conciencia social” (sentencia de primera instancia del 25/11/95, foja 278 vuelta, destacado agregado).

Es evidente, entonces, que el Sr. Eduardo KIMEL fue condenado por emitir opiniones críticas sobre la actuación funcional de un órgano del gobierno.

“... las ideas y opiniones no son verdaderas ni falsas, son el concepto que alguien expresa de un suceso persona y, como tales, están en el corazón mismo de la garantía constitucional y, por ende, no deben ser sancionadas. Lo cuestionable son las manifestaciones de hecho. La aserción de hechos falsos es lo que se sanciona. Pero frente a ellos existe otra salvaguarda, y es que una manifestación errónea es inevitable en el debate libre y debe ser protegida para que exista el margen de respiro (‘the breathing space’)... “CATUCCI, Silvina G., Libertad de prensa. Calumnias e injurias, Ed. Ediar, Buenos Aires, 1997, p. 76

4. B. El nivel de protección del funcionario público

I. Un segundo tema de crucial importancia para resolver el fondo de la acusación presentada y mantenida por el supuesto agraviado, en su condición de agente del Estado que se desempeñaba en la función judicial, consistía, como ya lo hemos señalado, en el nivel reducido de protección del honor que se reconoce a quien desempeña la función pública. También esta circunstancia fue señalada por la defensa del Sr. Eduardo KIMEL. Sin embargo, los tribunales locales no se molestaron, siquiera, en contestar la línea argumental de la defensa.

En primer lugar, el pronunciamiento más absurdo —que, por lo demás, resulta absolutamente opuesto a la pacífica doctrina y jurisprudencia nacional e internacional— se puede leer en la sentencia de primera instancia. Allí se afirma que el acusador privado había satisfecho los requisitos formales para reclamar la reparación civil en el proceso penal y que, además, demostró los daños que reclamaba:

“En cuanto al resarcimiento por el daño moral, oportunamente peticionado por el querellante, corresponde hacer lugar al mismo, en la medida que la presentación de la querella satisface los requerimientos de la demanda civil, tanto en orden al derecho invocado, como a las formalidades cumplidas y la prueba de la intensidad del daño, en función de la carrera y actual posición que el Dr. Rivarola ocupa dentro de la Justicia Nacional...” (sentencia de primera instancia del 25/9/95, considerando séptimo, foja 284, destacado agregado).

Si bien la supuesta “intensidad del daño”, en este contexto, fue utilizada por el tribunal de primera instancia para graduar la reparación civil, resulta obvio que, antes de poder afirmar que existe un daño reparable civilmente, tal daño debe afectar el honor del funcionario en una medida que torne ilícita esa afectación como para quedar abarcado por la protección del derecho penal, esto es, para que la conducta del imputado resulte típica. Dado que la sanción penal sólo puede aplicarse frente a lesiones al honor de cierta magnitud, resulta evidente que la afirmación transcripta no sólo funda la decisión sobre la reparación civil sino, además y especialmente, la decisión condenatoria.

II. Ello pues, como se sostiene en esa resolución, se consideró que el Sr. Eduardo KIMEL “se excedió de los límites propios del derecho de prensa o información, sin importar la seriedad o trayectoria del comentarista” (sentencia de primera instancia del 25/9/95, considerando tercero, foja 283). Lo cierto es que el tribunal de primera instancia aplicó un criterio que —de manera absolutamente errónea y arbitraria— privilegió el valor del honor del acusador privado, precisamente, por su carácter de funcionario estatal.

Sólo en este contexto resulta comprensible que el tribunal haya otorgado la suma máxima de reparación civil solicitada por el funcionario judicial devenido acusador en el caso contra el periodista, pues, como también se reconoce de manera expresa, el daño concreto —que sólo podía derivar de la difusión efectiva de la obra— no fue probado en el proceso:

“Corresponde, asimismo, hacer lugar a la petición, en la medida del agravio sufrido por la difusión alcanzada por las ofensas, infligidas a través de un libro, cuyo tiraje o edición mínima no ha sido acreditado en autos y atendiendo especialmente a la gravedad de las ofensas, más que a la multiplicidad de ejemplares puestos en circulación, adquiridos o no” (sentencia de primera instancia del 25/9/95, considerando séptimo, fojas 284 y 284 vuelta, destacado agregado).

III. Si pudiera quedar alguna duda de la falta de diferenciación entre el grado de protección del honor de los funcionarios públicos y de los particulares, también encontramos en la misma resolución argumentos adicionales. Ello pues al decidir de manera específica la cuestión de la responsabilidad penal del peticionario, el tribunal de primera instancia afirmó:

“Y en el caso que nos ocupa, no puede sostenerse que pueda existir, como lo pretende la defensa, una colisión entre el derecho a informar y la dignidad de un Magistrado, toda vez que el derecho a informar, como el honor de todos y cada uno de los habitantes de la República, gozan de idéntica garantía constitucional” (sentencia de primera instancia del 25/9/95, considerando segundo, foja 280 vuelta, destacado agregado).

Como se puede apreciar, el tribunal ni siquiera parece estar enterado de la doctrina y jurisprudencia local e internacional referidas a las diferencias en el grado de protección del honor de las personas públicas en relación con los particulares.

En este punto, resulta de vital importancia señalar que la sentencia condenatoria que pasó en autoridad de cosa juzgada —sentencia de la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal, del 17/03/99—, remite de manera expresa a la valoración de los elementos de prueba llevada a cabo por el tribunal de primera instancia y, por ende, a las conclusiones fácticas de dicho tribunal:

“En cuanto a las probanzas colectadas en el sumario se encuentran correctamente reseñadas en la sentencia por la juez de primera instancia, y a ellas me remito a fin de evitar innecesarias reiteraciones” (sentencia de la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal, del 17/03/99, foja 468 vuelta).

Por este motivo, la Sala IV, al dictar la sentencia condenatoria definitiva, dispuso:

“En cuanto a la sanción a imponer, teniendo en cuenta los datos consignados en el considerando quinto de la sentencia de primera instancia, estimo que la misma no debe variar, pese al cambio de calificación efectuado.

Igual criterio adoptaré respecto del daño moral, por lo que prestaré aquiescencia al monto impuesto por la Juez a quo" (sentencia de la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal, del 17/03/99, foja 469).

IV. Parece difícil de entender que, en un caso como éste, la Corte Suprema no haya dedicado ni siquiera un solo párrafo en la decisión que revoca la absolución del Sr. Eduardo KIMEL al tratamiento del carácter de funcionario público del acusador RIVAROLA. Dejando de lado sus propios precedentes —tanto en lo que se refiere a la obligación de los tribunales locales de aplicar la jurisprudencia de los órganos internacionales de protección, como también en lo que se vincula con el fondo de este caso—, dictó una resolución manifiestamente contraria a las obligaciones internacionales del Estado Argentino.

Es necesario destacar que la jurisprudencia de la Corte Suprema argentina distingue entre el nivel de protección del honor de funcionarios y el de los particulares:

“La protección del honor de personalidades públicas debe ser atenuada cuando se discuten temas de interés público, en comparación con la que se brinda a los simples particulares” (CSJN, caso “Triacca, Alberto Jorge c/Diarios La Razón y otros s/daños y perjuicios, del 26/10/93).

En el caso “Moreno y Timerman”, del 30/10/67, el Procurador General expresó lo siguiente, y su posición fue coincidente con la del fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación:

“Las críticas efectuadas por medio de la prensa al desempeño de las funciones públicas, aun cuando se encuentren formuladas con tono agresivo, con vehemencia excesiva, con dureza o causticidad, apelando a expresiones irritantes, ásperas u hostiles, y siempre que se mantengan dentro de los límites de la buena fe aunque puedan originar desprestigio y menoscabo para el funcionario de cuyo desempeño se trate, no deben ser sancionadas penalmente como injuriosas...” (“Moreno y Timerman”, del 30/10/67, citado por CATUCCI, Libertad de prensa. Calumnias e injurias, cit., p. 73).

Y los tribunales, como órganos de uno de los tres poderes del Estado, realizan “actos de gobierno” tan expuestos a la crítica de los gobernados como los del resto de los poderes públicos. Es por ello que se afirma:

“En una sociedad pluralista, las decisiones políticas se discuten y es lícito manifestar el disenso con las mismas. Por otra parte si ‘delito’ es lo que por decisión política se entiende que debe ser, y si, además, toda decisión judicial —sentencia— es un acto político (en el sentido de «acto de gobierno»), resulta claro que la apología del delito y del delincuente es una opinión política que, como tal, no puede ser coartada” (ZAFFARONI, Eugenio R., Las limitaciones a la libertad de prensa utilizando el poder punitivo formal en América Latina, en AA.VV., Justicia penal y libertad de prensa, Ed. ILANUD, San José, 1993, t. II, p. 11).

La ausencia de toda consideración de este tema es más llamativa aún si se tiene en cuenta que desde el inicio del caso, la defensa destacó especialmente dos cuestiones: a) la necesidad de que los tribunales locales apliquen los criterios firmemente establecidos por el desarrollo de la jurisprudencia internacional; y b) se trataba de crítica política dirigida, entre otros, a quien se desempeñaba como miembro del poder judicial, por su actuación funcional en un caso de indiscutible interés público.

V. En el caso de la sentencia condenatoria definitiva de la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal, del 17/03/99, de los dos votos pronunciados, en el primero de ellos —BARBAROSCH—, no se hace mención alguna, como en el fallo de la Corte Suprema, a los planteos de la defensa.

En el segundo voto, de Carlos GEROME, sí existe una breve mención a esos planteos. Sin embargo, lejos de refutarlos, el juez sólo formula una serie de afirmaciones dogmáticas y, lo que es peor aún, deriva conclusiones e inferencias determinantes de un hecho que es absolutamente falso. En efecto, GEROME escribió:

"Esa intencionalidad se patentiza aún más, en la circunstancia de callar los pedidos de cierre provisorio de la investigación propiciados por el fiscal actuante, Dr. Julio César Strassera..." (sentencia de la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal, del 17/03/99).

De este modo, el juez infiere el dolo de calumnias de KIMEL del hecho que, según sus afirmaciones, “calló” sobre la circunstancia de que el fiscal había solicitado la clausura del caso antes que el actual acusador Rivarola dictara el sobreseimiento. En primer lugar, no se comprende demasiado cuál puede ser la relación entre el hecho de que el fiscal haya solicitado la clausura del caso y la calidad de la investigación llevada a cabo por Rivarola. Pero lo que es mucho más importante es que es absolutamente falsa la afirmación de que KIMEL omitió informar sobre los pedidos de sobreseimiento del fiscal Strassera.

Si el tribunal se hubiera tomado el trabajo de leer dos páginas más del libro, o los escritos de la defensa —ver escrito de expresión de agravios en el trámite del recurso de apelación presentada por la defensa contra la sentencia de primera instancia, p. 5—, habría advertido que KIMEL sí informó sobre los pedidos del fiscal. En el escrito mencionado se lee:

“El sobreseimiento

El 25 de mayo de 1977 el fiscal Federal Julio César Strassera propuso al juez Rivarola el sobreseimiento provisorio de la causa de los Palotinos. ‘Las nuevas diligencia practicadas con posterioridad al dictamen de fs. 280 no han hecho variar la situación procesal allí considerada. En consecuencia reproduzco el aludido dictamen’, insistió en una nota del 1 de julio de 1977... El 7 de octubre de 1977, tres meses después de la solicitud del fiscal, el juez Rivarola dispuso la aplicación del sobreseimiento...”.


Después de leer esa parte del libro, resulta evidente que no se puede afirmar que KIMEL “omitió” de mala fe informar sobre los pedidos de sobreseimiento del fiscal Strassera. Este ejemplo demuestra cómo se hizo caso omiso de los planteos de la defensa. La mayoría de los jueces que resolvieron en sentido incriminatorio ni siquiera hicieron mención a la exigencia de respetar las garantías constitucionales y las obligaciones internacionales asumidas por el Estado Argentino.

Por lo demás, quienes, como GEROME, mencionan los planteos de la defensa, se limitan a hacer afirmaciones dogmáticas, carentes de todo fundamento racional y, también, a afirmar falsedades en las cuales se funda uno de los requisitos indispensables para poder sancionar penalmente a Eduardo KIMEL.

Respecto a la actuación de los tribunales locales en este caso, resultan aplicables las palabras de BELLUSCIO:

“La censura previa o el control estatal sobre la prensa no sólo pierden ese carácter por razón de ser ejercidos por órganos jurisdiccionales, sino que resultan mucho más graves al provenir de un tribunal judicial” (CSJN, caso “Servini de Cubría, M. s/amparo”, del 8/9/92, voto de BELLUSCIO).


VI. LA FALTA DE IMPARCIALIDAD DEL JUZGADOR. LA VIOLACIÓN AL ART. 8 DE LA CONVENCIÓN AMERICANA.

1. La sentencia definitiva

I. A los efectos del cómputo del plazo de seis meses establecido en el art. 46, nº 1, b, de la Convención, dentro del cual el peticionario tiene derecho a presentar su denuncia, se debe tomar en cuenta la resolución de la Corte Suprema de Justicia de la Nación —notificada el 19 de septiembre del 2000—, que rechazó el recurso presentado por la defensa de Eduardo KIMEL. Sin embargo, dado que dicha resolución no fuera fundada, debemos atenernos, para determinar las violaciones a los derechos garantizados por la Convención aquí denunciados, al contenido de la sentencia dictada por la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal el 17 de marzo de 1999. Ello pues es en esa resolución judicial donde se desarrollan los “fundamentos” que permitieron arribar a la solución de fondo en este caso concreto.

La sentencia de la Sala IV consta de dos votos. El primero de ellos, redactado por Alfredo BARBAROSCH, afirma, sintéticamente, los siguientes conceptos:

• La decisión debe atenerse “a la línea argumental trazada por la Corte...” (foja 468, destacado agregado).

• Las cuestiones probatorias se consideraron “correctamente reseñadas en la sentencia por la juez de primera instancia y a ellas me remito a fin de evitar innecesarias reiteraciones” (foja 468 vuelta, destacado agregado).

De este modo, queda claro que tanto la “línea argumental” de la Corte Suprema en la decisión que revoca la sentencia absolutoria del periodista Eduardo KIMEL, como la valoración de las pruebas y la determinación de los hechos que surge de la sentencia condenatoria dictada por la jueza de primera instancia, integran la última resolución judicial que resolvió los aspectos de fondo del caso penal iniciado por Rivarola contra Eduardo KIMEL.

II. Como veremos, estas tres resoluciones judiciales —pero mucho más la última de ellas, esto es, la sentencia condenatoria de la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal del 17 de marzo de 1999— están plagadas de consideraciones que ponen de manifiesto la absoluta ausencia de imparcialidad con la cual los tribunales intervinientes dictaron resoluciones en las que en ningún momento se tuvo en cuenta el carácter de funcionario público a que aludían las expresiones en cuestión, sino donde más bien se adoptó una actitud evidentemente impropia de todo magistrado, una actitud que sin lugar a dudas afectó el derecho de Eduardo KIMEL a ser juzgado por un tribunal imparcial. .

Por supuesto, la ausencia de imparcialidad no ha sido declamada de manera explícita —con la excepción del voto de Carlos GEROME—. Sin embargo, la única manera de comprender el contenido de cada una de estas resoluciones se vincula al hecho de que los colegas del acusador Rivarola reaccionaron, antes que como jueces independientes e imparciales, de manera corporativa, frente a lo que consideraron una crítica a un miembro de la corporación judicial.

Esta actitud de los tribunales que resolvieron la acusación presentada por uno de sus colegas contra el Sr. Eduardo KIMEL implica, en consecuencia, la violación del derecho garantizado en el art. 8, nº 1, de la Convención Americana, cuyo texto dispone:

“Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter”.

2. La falta de imparcialidad confesada

I. En la sentencia dictada por la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal el 17 de marzo de 1999 se formulan afirmaciones que ponen en evidencia la absoluta falta de imparcialidad del juzgador.

En el voto de Carlos GEROME —uno de los miembros de la Sala IV— se puede leer, respecto de los dichos del periodista KIMEL que, en este punto, no se referían a la actuación de RIVAROLA en la investigación, pues sólo se hacía mención al hecho de que el entorpecimiento de toda la investigación derivaba de la circunstancia de que la orden para la comisión del delito “había partido de la entraña del poder militar”:

“Amén de resultarme en lo personal injusta tal apreciación, me corresponde como Juez evaluar, siguiendo la doctrina de la real malicia, si el periodista intentó usar el ropaje de la libertad de prensa, para agraviar con intencionalidad al magistrado...” (foja 470 vuelta, destacado agregado).

Como se puede apreciar a simple vista, en la primera de las afirmaciones transcriptas el juez adelanta opinión antes de analizar la eventual ilicitud de la conducta de KIMEL. Ello pues, excediendo el ámbito de su jurisdicción, se dedica a expresar sus opiniones de índole personal y, además, la injusticia que, de acuerdo con estas opiniones, se habría cometido.

La afirmación de GEROME presenta dos gravísimos problemas. En primer lugar, como funcionario estatal en ejercicio de los poderes que le han sido confiados, el juez mencionado debería saber que nadie le paga la retribución que recibe de los contribuyentes para expresar sus opiniones de índole personal, mucho menos si, como en este caso, la expresión de esas opiniones impiden que el juzgador intervenga con total imparcialidad en la decisión del caso. A nadie le interesa —y en nada ayuda al desempeño de su función— lo justa o injusta que las apreciaciones del Sr. Eduardo KIMEL le puedan parecer al juez cuando éste se halla desempeñando sus funciones. La única tarea que debía realizar el juez consistía en determinar si las apreciaciones del Sr. KIMEL constituían o no un hecho punible.

En segundo término, la afirmación de uno de los integrantes de la Sala IV representa, claramente, un adelanto de opinión que, además, no está fundado en el derecho vigente sino, como el mismo juez lo reconoce abiertamente, en sus opiniones personales. Hasta tal punto su opinión personal afecta su juicio que, al definir la tarea que debe realizar, utiliza términos que reafirman su parcialidad.

En efecto, el juez GEROME no describe su tarea de manera neutra sino que, por el contrario, califica de antemano la conducta de KIMEL. Así, no sostiene, por ejemplo, que debe determinar si las afirmaciones del periodista constituyen el legítimo ejercicio de la libertad de expresión, o bien un hecho típico y punible que no queda protegido por esa libertad. La evaluación acerca de si los dichos de KIMEL entran en uno u otro supuesto consiste, en palabras del juez, en determinar “... si el periodista intentó usar el ropaje de la libertad de prensa, para agraviar con intencionalidad al magistrado...” (foja 470 vuelta, destacado agregado).

Luego de leer semejante afirmación, el pronóstico de la decisión condenatoria era prácticamente ineludible.

II. Pero la absoluta ausencia de imparcialidad de GEROME no se manifiesta, únicamente, en las consideraciones que formulara en relación a la actividad profesional del periodista Eduardo KIMEL. Más allá de ello, su parcialidad también se manifiesta cuando se refiere a su colega Rivarola. Así, más adelante en su voto expresa:

“El segundo requisito, también se encuentra comprobado, por cuanto la empeñosa querella, en la etapa procesal oportuna acreditó su falsedad; es más, tras tener a la vista de las actuaciones y la labor que desplegara el Juez en otros procesos, quedó acreditada no solo su intachable labor en el caso concreto, sino también su independencia al momento de tomar las decisiones jurisdiccionales que le correspondían (en especial, ver ‘Ercoli, María Cristina s/habeas corpus’)” (foja 470 vuelta).

La ausencia de imparcialidad surge con claridad del párrafo transcripto, en tanto el magistrado afirma dogmáticamente que la labor de Rivarola en la investigación de la masacre de los Palotinos había sido “intachable”. Es evidente que el magistrado GEROME va mucho más allá de lo que la decisión de la causa requería. En efecto, la única tarea judicial de GEROME en la causa era determinar la conducta de KIMEL a la luz de los estándares sobre libertad de expresión y la legislación criminal que tipifica el delito por el que se lo acusaba, pero en modo alguno existían en este proceso elementos como para definir con tamaño adjetivo la actuación judicial de Rivarola en aquella investigación. Además, como tampoco se ponía en tela de juicio la actuación de Rivarola en otras actuaciones, resulta también excesiva la mención de otros procesos en los cuales, según GEROME, Rivarola habría actuado con independencia. En nuestra opinión, estas afirmaciones impertinentes demuestran la preocupación de GEROME por dejar en claro la intachable actuación profesional de su colega Rivarola, aun cuando ello fuera innecesario para dilucidar la responsabilidad penal de KIMEL. Esta actitud expone, sin margen para la duda, su falta de imparcialidad en el juzgamiento del caso.


VII. VIOLACIÓN DEL DEBER DEL ESTADO DE RESPETAR Y GARANTIZAR LOS DERECHOS HUMANOS Y DE ADAPTAR LA NORMATIVA INTERNA (ARTS. 1.1 Y 2 DE LA CADH).

El artículo 1.1 de la Convención Americana impone a los Estados partes la obligación fundamental de respetar todos los derechos y libertades reconocidos en ella y a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción. Por ello, “todo menoscabo de esos derechos que puedan atribuirse, en el marco del Derecho Internacional, a la acción u omisión de cualquier autoridad pública constituye un acto imputable al Estado, que asume responsabilidad en los términos previstos en la Convención”.

En este caso, entonces ha violado el artículo 1.1 de la Convención Americana que no sólo impone a los Estados partes la obligación de respetar los derechos y libertades sino la de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos reconocidos en ella a toda persona sujeta a su jurisdicción.

Además, el Estado ha violado el art. 2 de la Convención Americana. Esto porque si bien en este caso la violación de los derechos de KIMEL se debieron a una decisión judicial, es la normativa vigente en Argentina la que permite la sanción penal de manifestaciones o de opiniones o críticas acerca de la actuación de los funcionarios públicos en el ámbito de sus funciones.


VIII. LA ADMISIBILIDAD DEL CASO

La presente denuncia reúne los requisitos formales de admisibilidad previstos en el art. 46.1 de la Convención Americana. En efecto, esta petición contiene los datos de los peticionarios, una descripción de los hechos violatorios de derechos humanos protegidos por la Convención Americana e identificación del Estado responsable de la violación. Asimismo se encuentran agotados todos los recursos internos; no se encuentra pendiente de otro procedimiento de arreglo internacional, ni es la reproducción de una petición ya examinada por la Comisión.

1. Agotamiento de los recursos internos

El articulo 46 de la Convención exige como requisito para que sea admisible una denuncia, el agotamiento de los recursos internos de conformidad con los principios de Derecho Internacional. Con relación a este requisito de admisibilidad, ha establecido la Corte Interamericana de Derechos Humanos que ella “está concebida en interés del Estado pues busca dispensarlo de responder ante un órgano internacional por actos que le imputen, antes de haber tenido ocasión de remediarlos por sus propios medios” (Corte I.D.H., “Asunto de Viviana Gallardo y otras”, decisión del 13 de noviembre de 1981, Serie A, par. 26, entre muchos otros).

Por esta misma razón, la Corte I.D.H., numerosas veces ha explicitado que este derecho del Estado, conlleva la obligación de proporcionar recursos internos de conformidad con los principios de derecho internacional generalmente reconocidos; los que no sólo deberán existir, sino además ser adecuados y eficaces. Consecuentemente, “el agotamiento de los recursos internos no debe entenderse como la necesidad de efectuar, mecánicamente, trámites formales, sino que debe analizarse en cada caso la posibilidad razonable de obtener el remedio” (cf., entre otros, Corte I.D.H., “Caso Velázquez Rodríguez”, sentencia del 29 de julio de 1988, Serie C, Nº 4, par. 62 a 66).

Tal como se ha señalado, fueron numerosos los trámites judiciales intentados por la víctima. En este sentido, huelga destacarse que el requisito del agotamiento de los recursos internos se encuentra ampliamente cumplido. A continuación, reseñamos los diversos pronunciamientos judiciales que, como se observará implican el recorrido por todas las instancias existentes ante el Poder Judicial Nacional.

Sentencia de primera instancia: con fecha 25 de septiembre de 1995, el Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Criminal y Correccional 8, condenó a Eduardo G. KIMEL como autor responsable del delito de injurias, previsto y reprimido por el art. 110 del C. Penal, a la pena de un año de prisión, cuyo cumplimiento se dejó en suspenso, con costas. Asimismo, se lo condenó, también, a abonar al querellante la suma de veinte mil pesos ($20.000) en concepto de indemnización por reparación del daño moral causado.

Recursos de apelación: contra dicho pronunciamiento apelaron la defensa solicitando la revocatoria y la absolución del querellado, y la querella por cuanto entendía que correspondía la condena en orden al delito de calumnias . La Sala VI de la Cámara Nacional de Apelaciones dictó sentencia con fecha 19 de noviembre de 1996 y revocó la decisión de primera instancia, absolviendo a Eduardo Gabriel KIMEL en orden al delito que fuera condenado.

Recurso Extraordinario interpuesto por la querella: la Corte Suprema de Justicia de la Nación dictó sentencia el 22 de diciembre de 1998 en la que revocó el pronunciamiento recurrido y ordenó que vuelvan las actuaciones a la instancia de origen para que se dicte nuevo fallo

Nuevo pronunciamiento de la Cámara: dictado el 17 de marzo de 1999, y resolvió en términos generales confirmar la sentencia de primera instancia que condenaba a Kimel.

Recurso extraordinario interpuesto por la defensa: Contra este pronunciamiento de la Cámara, la víctima interpuso un nuevo recurso extraordinario que fue rechazado. Por esta razón, la defensa interpuso el correspondiente recurso de queja, que también fue rechazado por inadmisible el 14 de septiembre del 2000, decisión definitiva que fue notificada el 19 de septiembre de ese año.

2. Ausencia de otro procedimiento internacional

Hasta la presentación de esta denuncia, no se ha intentado otro reclamo en sede internacional.

3. Plazo

El agravio que funda la presente petición se concretó con la decisión de la Corte Suprema, dictada el 14 septiembre de 2000, y que fue notificada el 19 de ese mismo mes y año. Por lo tanto, el plazo legal dispuesto por el artículo 46.1, inc. b, vencería supuestamente el 19 de marzo de 2001, mucho después de la presentación de esta denuncia.


IX. AUTORIZACIÓN

Por la presente, autorizamos a la ilustre Comisión a incluir en las comunicaciones dirigidas al Gobierno de Argentina nuestra identidad como así también cualquier otra información que pudiera identificarnos, conforme lo prescribe el art. 34 inc. 4 del Reglamento.


X. PETITORIO

Por todo lo expuesto, respetuosamente solicitamos a esta Honorable Comisión que:

1. Establezca la apertura del caso y dé traslado al Estado argentino de la presente denuncia.

2. Declare admisible la presente petición.

3. Oportunamente declare que el Estado argentino violó los derechos consagrados en los arts. 13 y 8, en relación con los arts. 1.1 y 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

4. Oportunamente recomiende reparar los derechos conculcados a la víctima.

5. Oportunamente recomiende al Estado argentino que adecúe la normativa interna vigente a fin de garantizar el derecho a la libertad de expresión.

Aprovechamos la oportunidad para saludar a la Comisión Interamericana muy atentamente,




Por Eduardo Kimel Por CELS Por CEJIL