lunes, 14 de julio de 2008

ALEGATOS FINALES DEL CELS Y DE CEJIL ANTE LA COMISIÓN INTERAMERICANA


ESCRITO DE ALEGATOS FINALES PRESENTADOS POR LOS ABOGADOS DEL CELS Y DE CEJIL ANTE LA COMISIÓN


Buenos Aires, diciembre de 2004
Al Secretario Ejecutivo de la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos
Dr. Santiago A. CANTON
1889 F. Street, N.W.
Washington, DC 20006

Ref.: Caso Nº 720/00 (Eduardo KIMEL), Argentina

Estimado Dr. CANTON:

Eduardo KIMEL, el CENTRO DE ESTUDIOS LEGALES Y SOCIALES (CELS) y el CENTRO POR LA JUSTICIA Y EL DERECHO INTERNACIONAL (CEJIL), junto con Santiago FELGUERAS y Alberto BOVINO, se dirigen a esta Ilustre Comisión Interamericana de Derechos Humanos —en adelante, Comisión, Comisión Interamericana o CIDH— en contestación a la comunicación que nos fuera enviada en fecha 12 de marzo de 2004, con el objeto de presentar observaciones adicionales sobre el fondo del caso .

I. SÍNTESIS DEL CASO

El caso de Eduardo KIMEL —cuyas observaciones adicionales presentamos en este escrito— resulta paradigmático en materia de vulneraciones a la libertad de expresión. KIMEL es un periodista que fue perseguido penalmente y luego condenado por ejercer su labor de investigación y denuncia, a través de la publicación de un libro que revelaba un hecho aberrante de los que se sucedieron en el contexto de la última dictadura militar de nuestro país. En ese sentido, su crítica al accionar de los funcionarios públicos actuantes en la investigación de los hechos comentados en el libro ha sido utilizada como punto de partida para la persecución estatal respecto de dicha publicación. Es por ello que, en el caso de KIMEL, el Estado argentino ha violado el derecho de que gozan los individuos a expresar sus ideas a través de la prensa y al debate de asuntos públicos.

El presente caso es un ejemplo de cómo el sistema penal puede servir como instrumento intimidatorio y sancionador del ejercicio legal de la profesión de periodista, en la cual se condensan el derecho a la libertad de expresión y a informar y el derecho de la sociedad toda a ser informada —especialmente, si hablamos de asuntos tan importantes para nuestra historia como los acaecidos en el período 1976-1983—, en el contexto de los principios fundacionales de un régimen democrático. De esta manera, KIMEL se convirtió, paradójicamente, en el único sancionado a raíz de los hechos que investigara y publicara.

Por lo demás, destacamos que la responsabilidad del Estado por la violación a los derechos humanos de Eduardo KIMEL —que se constituye a partir de la mera existencia de sanciones penales aplicables a casos como el que aquí analizamos— continúa con la actuación de la Justicia a lo largo del proceso que terminó con la condena de la víctima, el que estuvo signado por la parcialidad de los juzgadores.

II. ANTECEDENTES

El 24 de febrero de 2004, esta Ilustre Comisión Interamericana de Derechos Humanos —en adelante, Comisión, Comisión Interamericana o CIDH— emitió el Informe Nº 5/04, a través del cual declaró admisible la petición, respecto de las presuntas violaciones de los artículos 8 y 13, en relación con los artículos 1.1 y 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos —en adelante, Convención Americana, Convención, o CADH—.

Con anterioridad a dicho Informe, el 26 de noviembre de 2003 , la CIDH había comunicado la confirmación del quiebre del proceso de solución amistosa que se estaba llevando adelante en el caso —hasta ese entonces, unido a la petición del caso Verbitsky— debido a la falta de sanción del anteproyecto legislativo que adecuaría la legislación argentina a los estándares de libertad de expresión sentados por la Convención Americana y la jurisprudencia de la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos —en adelante, Corte Interamericana, Corte o Corte IDH—. El Estado argentino había demostrado una carencia de voluntad para arribar a un acuerdo definitivo de solución amistosa.

Emitido dicho Informe y cerrado el camino para un posible acuerdo de solución amistosa, corresponde realizar un análisis del fondo del caso, por lo que en esta presentación aportaremos fundamentos de hecho y de derecho para demostrar que el Estado argentino ha violado su deber de respetar y garantizar los derechos consagrados en la Convención Americana y de adaptar la normativa interna (arts. 1.1 y 2, CADH), el derecho a la libertad de expresión (art. 13, CADH) de Eduardo KIMEL, así como la garantía de imparcialidad del juzgador (art. 8.1, CADH).

En virtud del principio de economía procesal, no repetiremos los fundamentos expuestos en los escritos ya presentados, a los cuales nos remitimos para mayor abundamiento.

III. HECHOS DEL CASO

III.1. Introducción

A continuación, relataremos los hechos sobresalientes de este caso. En primer lugar, reseñaremos los sucesos históricos que dieron lugar a la investigación y posterior publicación del libro de Eduardo KIMEL y nos concentraremos en sus características y en los dichos que fueron cuestionados judicialmente. En segundo lugar, analizaremos cuál es el interés público que suscita la investigación comentada, a raíz de su ubicación en un contexto histórico de especial complejidad, signado por la impunidad y la escasa información aportada a nivel estatal, lo que ha dificultado la revelación de lo sucedido en “los años de plomo” y ha dejado en manos de la sociedad civil su esclarecimiento. Por último, trataremos el proceso judicial seguido contra Eduardo KIMEL, con motivo de la aparición del libro en cuestión, caracterizado por una serie de irregularidades que violaron el derecho de KIMEL a un debido proceso legal.
III.2. La masacre de los palotinos

El 4 de julio de 1976, aproximadamente a la 1 a.m., fueron brutalmente asesinadas cinco personas de la comunidad católica palotina de San Patricio, en el porteño barrio de Belgrano. Ellos fueron Pedro DUFAU, Alfredo LEADEN y Alfredo KELLY (sacerdotes); Salvador BARBEITO y Emilio BARLETTI (seminaristas). Cuando los religiosos dormían o se aprestaban a hacerlo, los perpetradores irrumpieron en la parroquia y reunieron a quienes serían sus cinco víctimas, sacándolos de sus respectivas habitaciones. Luego, los llevaron a la sala de la comunidad, que no tenía ventanas a la calle; allí los mantuvieron por lo menos una hora y fueron obligados a arrodillarse. Tras establecer la identidad de cada una de sus víctimas, finalmente fueron fusilados por la espalda, con ametralladora y otras armas; algunas de las víctimas recibieron más de 70 proyectiles. Sus cuerpos fueron dejados en el mismo lugar, para ser vistos por cualquiera que entrara a la casa.

Para brindar sustento ideológico o político a su crimen, los asesinos escribieron en una puerta: "zurdos adoctrinadores de mentes vírgenes" y "por los camaradas dinamitados en Seguridad Federal - Venceremos - Viva la Patria" .

Al día siguiente, las fuerzas de seguridad atribuyeron el hecho a "elementos subversivos". Sin embargo, testigos de la parroquia aportaron datos que pusieron de manifiesto la intervención de sectores vinculados con la dictadura militar. Esta misma conclusión fue señalada por las autoridades religiosas y algunos medios de comunicación.

La Justicia nunca resolvió lo sucedido, aunque se sospechó siempre de un “grupo de tareas” de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada). Más tarde, las llamadas leyes de “obediencia debida” y “punto final” impidieron que pudiera echarse luz sobre lo sucedido y se sancionara a los responsables.

La obra que escribió el periodista —aparecida por primera vez en 1989 y reeditada en 1995—, a propósito del crimen perpetrado contra los Padres Palotinos, contiene una investigación periodística sobre lo que se ha dado en llamar “La masacre de San Patricio”.

Es un libro dividido en seis capítulos. Profundiza sobre el hecho en sí mismo, la investigación policial-judicial que siguió a los asesinatos y la posterior reapertura de la instrucción muchos años después. Además, aporta datos generales sobre la situación que se vivía en ese momento, sobre la historia de los palotinos en la República Argentina y distintos hechos que, de una u otra forma, se vincularon con la masacre.

Los dos primeros capítulos están destinados a contar la forma en que ocurrieron los asesinatos, así como otra cantidad de hechos violentos que se sucedían en esos mismos días en el país. El tercero cuenta, básicamente, la historia de los palotinos en el país. El capítulo cuarto relata la continuidad de las actitudes amenazantes por parte de las fuerzas de seguridad hacia miembros de la orden palotina en los días que siguieron al asesinato, junto con algunas de las gestiones que se hicieron tras los perpetradores para intentar esclarecer los hechos; el siguiente, está dedicado a la investigación judicial, explicando en detalle la forma en que se llevó a cabo. El sexto incluye una recopilación de testimonios de personas secuestradas por las fuerzas de seguridad durante la dictadura militar, que escucharon de boca de sus secuestradores que las fuerzas armadas se auto-atribuían los asesinatos de los religiosos palotinos y otros datos que arrojan luz sobre los hechos que fueron materia de investigación de este libro, así como la reseña de la forma en que "agonizó" la investigación judicial.

En este contexto, varios pasajes del libro se refirieron a la investigación policial y judicial del caso, tanto la que fue llevada a cabo durante la dictadura militar como su reapertura luego de la asunción del gobierno constitucionalmente elegido.

Es así que en las páginas 61 y 62 del libro se dice:

“...Pero también, en esas primeras horas del domingo 4 de julio, integrantes de la congregación, algunos feligreses de la parroquia y las autoridades eclesiásticas tenían más de un indicio para asegurar que el homicidio había partido de un `grupo de tareas’ de las FF.AA.

Objetivamente había un dato incontrastable: la inscripción dejada en la puerta del salón de estar de la casa parroquial, cuyo verdadero texto fue ocultado, borrado rápidamente: ‘Por los camaradas dinamitados en Seguridad Federal - Venceremos - Viva la Patria’.

La leyenda era transparente; el grupo de asesinos había dejado una marca indeleble de su identidad y sus móviles. A esta leyenda tan expresiva se agregaba otra no menos esclarecedora. Incriminaba a los palotinos de ser ‘zurdos adoctrinadores de mentes vírgenes’, de ser M.S.T.M., curas del Tercer Mundo. Y otra ‘perlita’: el afiche dejado sobre el cadáver de Salvador Barbeito —arrancado de la pared de una habitación de la casa— en el que la inefable Mafalda, señalando el bastón de un agente de policía, decía: ‘Éste es el palito de abollar ideologías’.

Los tres elementos parecían conducir a una hipótesis simple y contundente: los religiosos habían sido asesinados como parte de la revancha policial luego de la bomba de la Superintendencia de Seguridad, y habían sido elegidos por profesar supuestas ideas izquierdistas. Era una conclusión primaria, evidente, que no fue asumida por ninguna de las autoridades judiciales intervinientes para encaminar la investigación”. (El destacado nos pertenece)

Apenas unos párrafos más adelante, se señalan una serie de irregularidades en las primeras medidas y registros realizados por la policía tras los asesinatos, que llevaron al autor a una conclusión clara:

“Un cúmulo de elementos conducía a una conclusión: el accionar policial estaba dirigido a encubrir a los asesinos” (pág. 64).

Luego de presentar algunos otros datos de interés sobre la forma en que ocurrieron los hechos, junto con información más general, se llega al párrafo del libro que, como veremos, motivó el juicio penal que origina el presente caso:

“La investigación judicial

La causa judicial por el asesinato de los palotinos fue tomada desde el inicio por el Juez federal Guillermo RIVAROLA y la secretaría de Gustavo GUERRICO; el fiscal actuante fue Julio STRASSERA. La investigación, significativamente, no estuvo patrocinada por la congregación a la que pertenecían las víctimas, tampoco por ninguno de los parientes. Durante ese primer período, que va desde el asesinato hasta agosto de 1977 en que se dicta la sentencia de sobreseimiento provisorio, la causa fue auspiciada por el Estado. El Juez RIVAROLA realizó todos los trámites inherentes. Acopió los partes policiales con las primeras informaciones, solicitó y obtuvo las pericias forenses y las balísticas. Hizo comparecer a una buena parte de las personas que podían aportar datos para el esclarecimiento. Sin embargo, la lectura de las fojas judiciales conduce a una primera pregunta: ¿Se quería realmente llegar a una pista que condujera a los victimarios? La actuación de los jueces durante la dictadura militar fue, en general, condescendiente, cuando no cómplice de la represión dictatorial. En el caso de los palotinos, el juez RIVAROLA cumplió con la mayoría de los requisitos formales de la investigación, aunque resulta ostensible que una serie de elementos decisivos para la elucidación del asesinato no fueron tomados en cuenta. La evidencia de que la orden del crimen había partido de la entraña del poder militar paralizó la pesquisa, llevándola a un punto muerto”.

Luego de este párrafo introductorio, el libro detalla en qué consistió la investigación judicial, explica las medidas de investigación que tomó el juez RIVAROLA y señala, específicamente, las contradicciones que surgían de los elementos agregados por la policía y por las personas que declararon en la causa, que no fueron aclaradas por el juez.

Bajo el título: "Las contradicciones", el autor dice lo siguiente:

“Las declaraciones de ROMANO Y ÁLVAREZ se oponían en gran medida a los testimonios que los jóvenes SILVA Y PINASCO habían efectuado la misma tarde del domingo 4 de julio al padre SUELDO LUQUE, información que fue llevada luego al Episcopado.

El 21 de octubre de 1976, SUELDO LUQUE reafirmó la versión de los dos muchachos cuando prestó declaración ante el juez. Hizo hincapié en varios hechos que contradecían los testimonios de ROMANO Y ÁLVAREZ.

Por su parte, el joven Julio Víctor MARTÍNEZ, en su comparecencia del 9 de agosto de 1976, expresó que cuando volvía de la comisaría y llegaba a su casa en la cuadra de la iglesia, ‘... vio que el patrullero ya se marchaba del lugar; permaneciendo en su sitio los dos Peugeot con sus tripulantes’.

Para el hijo del gobernador seguía habiendo dos coches y no uno, como atestiguó ROMANO. Y más importante aún fue su afirmación de que en los autos había varias personas y no, como dijo ROMANO, una sola esperando a su novia en la cuadra de la parroquia de San Patricio” (pág. 127/128).

El último título de este capítulo, que tiene la mayor relevancia a la luz de la sentencia condenatoria, es el siguiente:

“El Sobreseimiento

El 25 de mayo de 1977 el fiscal federal Julio César STRASSERA propuso al juez RIVAROLA el sobreseimiento provisorio de la causa de los palotinos. ‘Las nuevas diligencias practicadas con posterioridad al dictamen de fs. 280 no han hecho variar la situación procesal allí considerada. En consecuencia reproduzco el aludido dictamen’, insistió en una nota del 1 de julio de 1977. Para STRASSERA, no había mayores elementos que condujeran la investigación con rumbos ciertos. Por eso formulaba el pedido de sobreseimiento provisorio.

El 7 de octubre, tres meses después de la solicitud del fiscal, el juez RIVAROLA dispuso la aplicación del sobreseimiento, sin procesar a persona alguna. Su dictamen contenía la posibilidad de la reapertura. ‘Conforme a las circunstancias arrimadas a la causa —testimonios de las personas relacionadas con las víctimas, vecinos del lugar, personal policial interviniente y colaboradores de la parroquia— y, habiéndose llevado a cabo las diligencias pertinentes para poder lograr el total esclarecimiento del hecho que nos ocupa, como ser individualización y posterior captura del autor y/o autores del mismo, sin que hasta la fecha éstas hayan arrojado resultado positivo, considero de estricta aplicación la norma prescripta en el artículo 435 del Código de Procedimientos en lo Criminal, toda vez que en el futuro podrían colectarse nuevas probanzas que permitieran dilucidar este abominable y sacrílego episodio’” (pág. 128/129).

En síntesis, la investigación de Eduardo KIMEL fue rigurosa. No sólo narró el hecho investigado, sino que acopió diversos testimonios que directa o indirectamente se referían a él. Se enumeraron con detalle y precisión una serie de elementos de juicio que conducían a la conclusión inevitable que, por otra parte, hoy resulta incontrovertible: el hecho había sido perpetrado por fuerzas de seguridad que actuaron en la clandestinidad y con la colaboración pasiva de los policías de la zona.

Se presentaron en forma clara los elementos que se conocían desde un primer momento y que indicaban que el hecho era obra de las fuerzas de seguridad, y las contradicciones que fueron surgiendo a medida que avanzó la investigación judicial. Todos estos elementos de juicio fueron debidamente reseñados y puestos en conocimiento del lector, con numerosas citas textuales de la causa penal.

En cumplimiento del deber periodístico de informar seriamente y de buena fe sobre hechos de evidente interés público, se evaluó la forma en que se llevó adelante la estéril investigación judicial, se hizo expresa mención de que el fiscal en más de una oportunidad había solicitado que se sobreseyera provisionalmente el expediente y se virtió una opinión sobre la forma en que funcionó el poder judicial en su conjunto durante la época en que las fuerzas armadas detentaron el poder.

III.4. El interés público de la investigación

Es sabido, y no abundaremos sobre la materia, que durante aquellos años en Argentina el gobierno militar llevó a cabo una violación sistemática y generalizada de los derechos humanos, que incluyeron miles de hechos como los que investigó el periodista Eduardo KIMEL.

También es sabido que, durante esos años, y pesar de la enorme magnitud de la represión ilegal, no hubo ni siquiera una sola condena a un miembro de las fuerzas de seguridad con motivo de estos crímenes. Se trata de miles y miles de sucesos que, durante esos años, el poder judicial no investigó, esclareció, ni sancionó.

Es evidente que esta absoluta inexistencia de investigaciones y sanciones a los responsables de las peores violaciones de los derechos humanos de la historia argentina responde a la consiguiente inexistencia de un poder judicial que, en forma independiente e imparcial, asumiera su deber de proteger los derechos más esenciales de las personas.

En la investigación de un caso como el de la “masacre de los Palotinos”, el esclarecimiento de lo que sucedió no puede desvincularse de las razones por las cuales no se investigaron y develaron los hechos oportunamente, ni se sancionó a los responsables. Precisamente, esto es lo que hizo Eduardo KIMEL. Investigó y reconstruyó el hecho, consultó y estudió las actuaciones judiciales para establecer qué se había probado en el expediente judicial y por qué un crimen tan notorio y aberrante había quedado impune. En el curso de dicha tarea, KIMEL reparó en la actitud que había llevado adelante el juez a cargo de la investigación, y opinó críticamente sobre la forma en que la condujo. No abusó del lenguaje, no utilizó palabras desmedidas ni ultrajantes, no se refirió al juez en ningún aspecto de su vida o de su personalidad que no guardara relación con su labor como funcionario público, y sólo escribió sobre él en cuanto a la forma en que llevó adelante la causa judicial.

En vistas de la tragedia que significó para la sociedad argentina el accionar de la dictadura militar instaurada en esa época, la comunidad necesita de forma imperiosa poder revisar una y otra vez ese período para entender las causas que provocaron esos hechos aberrantes y las razones por las cuales fue posible que la represión se llevara a cabo de manera tan implacable, frente a instituciones que permanecieron inmóviles ante las masivas violaciones a los derechos humanos.

El poder judicial, por supuesto, es una de las instituciones que más respuestas debería dar en la categoría de las instituciones que consintieron el actuar ilegal de los operadores del régimen dictatorial mediante el incumplimiento de sus propias responsabilidades. A tal fin, es indispensable que la comunidad pueda conocer y debatir libremente el comportamiento de los integrantes del poder judicial en aquellos años y opinar de manera crítica sobre el modo en que, en forma invariable y ominosamente repetida, no encontraron responsables de ninguna de las violaciones a los derechos humanos que fueron cometidas por las fuerzas de seguridad.

El relato de KIMEL sobre el juez RIVAROLA y su investigación sobre la “masacre de los Palotinos” se refiere a uno de los casos que no fueron esclarecidos. La investigación efectuada por el periodista es parte de esta revisión que la sociedad argentina debe realizar y de la discusión acerca de las causas por las cuales el gobierno militar desplegó su accionar sin haber encontrado obstáculos en el poder judicial.

Cabe decir que, “la masacre de los Palotinos”, es un caso respecto del cual resulta ostensible que formó parte de la represión ilegal. Los hechos así lo indican —esos mismos hechos que habían sido denunciados en la causa judicial—, y nadie sostendría seriamente lo contrario. Sin embargo, la investigación judicial que se reseña en el libro de Eduardo KIMEL, en ningún momento profundizó la instrucción hacia las fuerzas armadas, sino que, por el contrario, se limitó a recibir las pruebas más evidentes y a permanecer inerme ante una manifestación más de la represión sistemática e ilegal que se venía llevando a cabo. KIMEL encontró censurable dicho comportamiento y así lo expuso en el libro. Se comparta o no el criterio de KIMEL (como ocurre con algunos de los jueces a los que les tocó intervenir en la causa), es indudable que no puede sancionarse ni penal ni civilmente sus expresiones, so riesgo de sumir a la sociedad en el silencio más pernicioso por temor a que alguien se sienta personalmente afectado por las críticas que se formulan a su desempeño durante aquellos años.

Sin perjuicio de la autocrítica que cabría esperar, en forma espontánea, por parte de los integrantes de aquel poder judicial, lo cierto es que la protección del honor de estas personas no puede convertirse en una barrera infranqueable al momento de investigar las causas judiciales y las razones por las cuales en todos y cada uno de los casos las investigaciones no llegaron a la verdad de los hechos.

Toda crítica a un funcionario público afecta su reputación. Cuanto más eficaz sea la crítica, mayor será la afectación. Sin embargo, ello en modo alguno puede justificar la supresión de las críticas. Por el contrario, el funcionario debe estar dispuesto a soportarlas, aún si las entendiera injustas, y a responderlas en la arena del debate público. Ésa es su carga y su destino: ser controlado por la ciudadanía, ser criticado con verdad o sin ella, y rendir cuentas de su gestión frente al auditorio público. Si no fuera así, si sólo las críticas que los perjudicados consideraran “justas” fueran admitidas, sería el mismo Estado (los funcionarios públicos), los que establecerían la justicia de las críticas, con la inevitable consecuencia de inhibir hasta la extinción el derecho de crítica, ya que nadie se expondría a poner en juego su patrimonio y hasta su libertad individual ante tan incierto augurio.

En suma, RIVAROLA, como integrante de un poder judicial que en los años más oscuros de nuestra historia no cumplió ni remotamente con las funciones para las que fue nombrado, debe estar expuesto a que se opine en forma crítica acerca de él y de sus fallidas investigaciones.

III.5. El proceso judicial

El periodista Eduardo KIMEL desarrolló la investigación más completa del caso y publicó un libro con su historia, denominado “La masacre de San Patricio”. Sin embargo, el 28 de octubre de 1991, el ex juez Guillermo RIVAROLA, responsable de la investigación del crimen, promovió una querella penal por calumnias contra Eduardo KIMEL, por considerar agraviantes ciertos párrafos contenidos en el libro de su autoría relacionados con la ineficacia de la pesquisa. Entendió RIVAROLA que el periodista le habría imputado la comisión de los delitos de encubrimiento e incumplimiento de los deberes de funcionario público.

Las frases más controvertidas fueron las siguientes:

“La actuación de los jueces durante la dictadura fue, en general, condescendiente cuando no cómplice de la represión”.

Y también:

“En el caso de los Palotinos, el juez RIVAROLA cumplió con la mayoría de los requisitos formales de la investigación, aunque resulta ostensible que una serie de elementos decisivos para la elucidación del asesinato no fueron tomados en cuenta (...) La evidencia de que la orden del crimen había partido de la entraña del poder militar paralizó la pesquisa, llevándola a un punto muerto”.

La querella interpuesta recayó en el Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Correccional número 8, a cargo de la jueza Ángela BRAIDOT. En marzo de 1992, se realizó la audiencia de conciliación sin que se lograra ningún acuerdo ni mediara retractación por parte del periodista. Los defensores de Eduardo KIMEL contestaron la acusación. En dicha oportunidad, pusieron de manifiesto que el querellado había actuado ejerciendo un legítimo derecho, cual es el de informar y criticar los actos de gobierno y que tal derecho se encuentra plasmado en la Constitución Nacional y en el art. 13.1. del Pacto de San José de Costa Rica. Entre otras consideraciones, también plantearon la inexistencia de calumnia por falta de elementos del tipo. Finalmente, solicitaron la absolución del querellado.

En el período de prueba, se obtuvo copia de la causa 7970 “BARBEITO, Salvador y otros, víctimas de homicidio (art. 79 C. Penal)”, en la cual se investigó el asesinato de los sacerdotes y seminaristas palotinos. Por solicitud de la defensa, depusieron testigos propuestos por el querellado, quienes hicieron conocer el buen concepto que como profesional tenían de KIMEL. Por su parte, la querella produjo pruebas sobre las calidades funcionales y académicas del juez RIVAROLA.

El 25 de septiembre de 1995, la jueza Ángela BRAIDOT dictó sentencia por la cual se condenó a Eduardo KIMEL como autor responsable del delito previsto y reprimido por el art. 110 del Código Penal a la pena de un año de prisión, cuyo cumplimiento se dejó en suspenso, con costas. Asimismo, se lo condenó a abonar al querellante la suma de veinte mil pesos ($20.000) o dólares (USD 20.000) en concepto de indemnización por reparación del daño moral causado.

Contra dicho pronunciamiento, apelaron la defensa —solicitando la revocatoria y la absolución del querellado— y la querella, por cuanto entendía que correspondía la condena en orden al delito de calumnias .

La Sala VI de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional dictó sentencia con fecha 19 de noviembre de 1996 y revocó la decisión de primera instancia, absolviendo a Eduardo KIMEL en orden al delito por el que fuera condenado. La Cámara entendió que la obra de KIMEL era la manifestación o expresión de ideas publicadas a través de la prensa, de modo que se encontraba bajo la tutela de la Constitución Nacional y del artículo 13 de la Convención. Luego de analizar párrafo por párrafo la publicación cuestionada, llegó a la conclusión de que no se había perfeccionado el delito de calumnias, pues las opiniones de KIMEL sobre la conducta de RIVAROLA eran juicios de valor que no podían asimilarse a la falsa imputación de un delito concreto a una persona determinada, que diera motivo a la acción pública. La Sala concluyó, además, que no podía imputarse a KIMEL el delito de injurias, por cuanto su trabajo podía calificarse como una breve crítica histórica y, en esta labor, no había excedido los límites éticos de su profesión. Consideró el tribunal que el periodista ejerció su derecho a informar de manera no abusiva ni ilegítima y sin intención de lesionar el honor del Dr. RIVAROLA, ya que no se evidenciaba siquiera el dolo genérico, requisito necesario para la configuración del hecho ilícito en cuestión. El fallo analizó la conducta de KIMEL desde el punto de vista de que se trataba de una manifestación del derecho de criticar la actuación de los funcionarios públicos: “Quienes ejercemos la función pública —concluye el tribunal— estamos expuestos a la crítica de la prensa sobre nuestro desempeño”.

En su voto concurrente, el magistrado ELBERT afirmó que los interrogantes planteados por KIMEL acerca del desempeño de la Justicia durante la dictadura lo inclinaban a admitir una visión autocrítica. Sostuvo el magistrado:

“Esa quiebra violenta del orden jurídico consintió un poder judicial comprometido, en carácter de institución legitimante esencial del estado de excepción, pero sin eficacia suficiente como para cuestionar o limitar el implacable terrorismo de Estado impuesto”.

Y agregó el camarista que:

“...todos los funcionarios y magistrados judiciales del país fuimos subordinados al acta y estatuto del proceso de reorganización nacional, que tuvieron rango supraconstitucional”.

Por lo que concluyó que:

“la desconfianza hacia la justicia del autor Eduardo Kimel, certera o equivocada, constituye, en este contexto, una actitud comprensible y según puedo juzgar, exenta de malicia tendiente a ofender, desacreditar o atribuir irregularidades deliberadas al Dr. RIVAROLA” (el destacado nos pertenece).

La querella interpuso un recurso extraordinario, concedido por la Cámara de Apelaciones. El 22 de diciembre de 1998, la Corte Suprema de Justicia de la Nación revocó el pronunciamiento recurrido y ordenó que volvieran las actuaciones a la instancia de origen para que se dictara un nuevo fallo. El Alto Tribunal concluyó que la sentencia de la Cámara era arbitraria, por haber considerado —sobre la supuesta base de argumentos legales erróneos— la atipicidad de la calumnia. En consecuencia, la causa fue remitida en esa oportunidad a la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional, a efectos de que ésta dictara una nueva sentencia. Esta Sala finalmente confirmó la sentencia condenatoria, con fecha 17 de marzo de 1999 .

Contra este pronunciamiento, la defensa del periodista interpuso recurso extraordinario federal que fue rechazado por la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional, ante lo que la defensa interpuso el correspondiente recurso de queja, que también fue rechazado por inadmisible el 14 de septiembre del 2000, resolución notificada el 19 de septiembre de ese año.

En tal sentido, sobre la base de las reglas y directivas del fallo de la Corte Suprema de Justicia y partiendo de los antecedentes y la pena originalmente impuestas por la magistrado de primera instancia, la sentencia de la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional ratificó parcialmente aquel pronunciamiento.

Es importante destacar, en este punto, que la Corte Suprema habilitó su instancia en la oportunidad en que se le requería revisar una sentencia que absolvía a la víctima de este caso. Sin embargo, no transitó el mismo camino cuando los defensores de Eduardo KIMEL recurrieron a ese máximo tribunal en busca de que, como última instancia nacional, pudiera analizar la nueva sentencia en la que el periodista había sido condenado, optando por rechazar los recursos intentados. La Corte Suprema puede rechazar un recurso extraordinario “por falta de agravio federal suficiente o cuando las cuestiones planteadas resultaren insustanciales o carentes de trascendencia” . Resulta por demás llamativo, entonces que, con base en los mismos hechos, el Alto Tribunal decida —arbitrariamente— de manera distinta en las dos oportunidades. En la primera, entendió que el caso ameritaba una revisión, porque, aparentemente, la absolución del periodista se revelaba como un hecho trascendente y constituía agravio federal bastante. No obstante, cuando el periodista fue condenado —situación que, en sí misma, resulta más gravosa que la anterior—, la Corte consideró que el caso no tenía sustancia y que no llegaba a conformar un agravio federal suficiente.

IV. DERECHOS VIOLADOS

IV. 1.Introducción

En este apartado, explicaremos cómo el Estado argentino violó el derecho de Eduardo KIMEL a la libertad de expresión. Ello por el absoluto desprecio de los tribunales argentinos respecto de los estándares del derecho internacional de los derechos humanos en materia de libertad de expresión.

Así también, desarrollaremos cómo fue violentada la garantía de imparcialidad del juzgador que contempla el artículo 8.1 de la Convención Americana, en el marco del proceso llevado a cabo en perjuicio de Eduardo KIMEL.

Finalmente, veremos cómo los artículos 1.1 y 2 de la Convención Americana —que determinan las obligaciones de los Estados en relación con los derechos y libertades que ella protege— también fueron vulnerados en el presente caso.

IV.2. Violación del derecho a la libertad de expresión (art. 13 CADH)

IV.2.a.Introducción

Es claro que la utilización de figuras penales como las calumnias y las injurias —como sucede con los hechos del caso KIMEL— provoca en el imputado y, en general, en todos los periodistas un indudable efecto inhibidor para futuras expresiones similares de interés público. Pero además, resulta evidente que el Sr. Eduardo KIMEL fue condenado por emitir opiniones críticas sobre la actuación funcional de un órgano del gobierno.

En tal sentido, resulta acorde con los estándares internacionales en la materia la necesidad de tener en cuenta que la protección del honor de los funcionarios públicos debe ser atenuada cuando se discuten temas de interés público propios del ejercicio de su función, en comparación con la que se brinda a los simples particulares. Ello pues la protección del honor de los funcionarios públicos por actos relacionados con el ejercicio de su función cede ante el derecho a informar y a ser informado. No obstante, en el caso de KIMEL, los tribunales argentinos aplicaron un criterio que privilegió el valor del honor del acusador privado, precisamente, por su carácter de funcionario estatal, tal como veremos en el apartado IV.3.

IV.2.b. El derecho a la libertad de expresión

Como han señalado, en reiteradas oportunidades, los órganos del sistema interamericano, el derecho a la libertad de expresión posee dos dimensiones, la individual y la colectiva y es un requisito indispensable para una vida en democracia.
Por una parte, esta Comisión Interamericana ha sostenido, en su Declaración de Principios sobre la Libertad de Expresión, que:

“La libertad de expresión, en todas sus formas y manifestaciones, es un derecho fundamental e inalienable, inherente a todas las personas. Es, además, un requisito indispensable para la existencia de una sociedad democrática” .

Y conforme lo ha expresado, también, la Corte Interamericana de manera muy clara:

“Existe entonces una coincidencia entre los diferentes sistemas regionales de protección a los derechos humanos y el universal, en cuanto al papel esencial que juega la libertad de expresión en la consolidación y dinámica de una sociedad democrática. Sin una efectiva libertad de expresión, materializada en todos sus términos, la democracia se desvanece, el pluralismo y la tolerancia empiezan a quebrantarse, los mecanismos de control y denuncia ciudadana se comienzan a tornar inoperantes y, en definitiva, se crea el campo fértil para que sistemas autoritarios se arraiguen en la sociedad” .

La libertad de expresión es un elemento fundamental sobre el cual se basa la existencia de una sociedad democrática y sirve de sustento para la formación de la opinión pública. Es también conditio sine qua non para que los partidos políticos, los sindicatos, las sociedades científicas y culturales y, en general, quienes deseen influir sobre la colectividad puedan desarrollarse plenamente. Se trata de un requisito esencial para que la comunidad, a la hora de ejercer sus opciones, esté suficientemente informada, por lo que una sociedad que no está bien informada no es plenamente libre .

IV.2.c. Restricciones legítimas a la libertad de expresión. Responsabilidades ulteriores.

Sabemos que la libertad de expresión no es un derecho absoluto y que admite ciertas limitaciones. Así, la Convención Americana ha resguardado celosamente las restricciones permitidas a aquélla, determinándolas en su artículo 13. Oportunamente, la Corte Interamericana ha establecido las bases para una correcta interpretación de esta norma fundamental. Resulta de especial valor lo decidido en un reciente caso donde la Corte explica el juego de los conceptos “restricciones legítimas” y “responsabilidades ulteriores”, que aparecen en la norma en cuestión:

“...el derecho a la libertad de expresión no es un derecho absoluto, sino que puede ser objeto de restricciones, tal como lo señalan el artículo 13 de la Convención en sus incisos 4 y 5 y el artículo 30 de la misma. Asimismo, la Convención Americana, en el inciso 2 del referido artículo 13 de la Convención, prevé la posibilidad de establecer restricciones a la libertad de expresión, que se manifiestan a través de la aplicación de responsabilidades ulteriores por el ejercicio abusivo de este derecho, las cuales no deben de modo alguno limitar, más allá de lo estrictamente necesario, el alcance pleno de la libertad de expresión y convertirse en un mecanismo directo o indirecto de censura previa” .

En líneas generales, apoyándose en criterios elaborados por la jurisprudencia de la Corte Europea de Derechos Humanos al interpretar el artículo 10 de la Convención Europea de Derechos Humanos —que es similar al artículo 13 de la CADH—, la Corte Interamericana sostuvo que, en lo que respecta a las restricciones válidas al derecho a la libertad de expresión, el concepto de “restricción necesaria” implica la existencia de una “necesidad social imperiosa”. Además, agregó que no es suficiente demostrar que tal limitación es “útil”, “razonable” u “oportuna” .

Esta conclusión sugiere que la legalidad de las restricciones a la libertad de expresión fundadas en el artículo 13 dependerá de que estén orientadas a satisfacer un interés público imperativo y que cercenen, en la menor escala posible, el derecho protegido. Es decir, la limitación debe ser proporcionada al interés que la justifica y ajustarse estrechamente al logro de ese legítimo objetivo . De esta manera lo expresó la Corte Interamericana en su reciente caso Canese:

“...para que sean compatibles con la Convención las restricciones deben justificarse según objetivos colectivos que, por su importancia, preponderen claramente sobre la necesidad social del pleno goce del derecho que el artículo 13 garantiza y no limiten más de lo estrictamente necesario el derecho proclamado en dicho artículo. Es decir, la restricción debe ser proporcional al interés que la justifica y ajustarse estrechamente al logro de ese legítimo objetivo, interfiriendo en la menor medida posible en el efectivo ejercicio del derecho a la libertad de expresión” . (Destacado nuestro)

Así también, la Corte recuerda que, al momento de evaluar la legalidad de una supuesta restricción a la libertad de expresión, es fundamental analizar el acto respecto del caso en su totalidad, así como en el marco de las circunstancias y contexto del hecho .

Asimismo, exige que tales restricciones no vulneren el goce del derecho o libertad tutelado en la norma convencional y sean proporcionales al fin perseguido.

En lo que hace a la posibilidad de establecer responsabilidades ulteriores, expresamente previstas en el art. 13.2 de la Convención —que, como vimos, implican una forma de restringir la libertad de expresión— , la Corte expresó que dichas restricciones tenían “…que vincularse con las necesidades legítimas de las sociedades e instituciones democráticas…” . Es decir que la imposición de tales responsabilidades tiene que ser sopesada con la necesidad de que las expresiones concernientes a la labor de los funcionarios públicos o de otras personas que desempeñan tareas de naturaleza pública sean objeto de un debate amplio, en caso de asuntos de interés público, “el cual es esencial para el funcionamiento de un sistema verdaderamente democrático” .

Por otra parte, el artículo 13.2 debe interpretarse, también, de acuerdo con las disposiciones del artículo 13.3. Esta norma es la más explícita en prohibir las restricciones a la libertad de expresión mediante “vías o medios indirectos (…) encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones”. Ni la Convención Europea ni el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos contienen una disposición comparable.

Resulta imperioso que los términos del artículo 13.2 no sean mal interpretados en el sentido de limitar, más allá de lo estrictamente necesario, el alcance pleno de la libertad de expresión . En este contexto, debe entenderse la utilización de la persecución penal a través de la imputación de los delitos de calumnias y de injurias como forma de imponer “responsabilidades ulteriores” al ejercicio del derecho a la libertad de expresión. Como veremos en el siguiente acápite, la posibilidad de persecución penal por manifestaciones sobre interés público se revela como una restricción al derecho que, de forma indirecta, se encamina a limitar el debate público sobre ciertos tópicos o personas, contrariando la sustancia de la norma comentada.

Finalmente, podemos decir que las restricciones permitidas a la libertad de expresión tienen que ser interpretadas a luz de los criterios generales que aportan los artículos 29 y 32.2 de la Convención. Dichas normas plasman el principio pro hómine, la regla de interpretación restrictiva de las limitaciones a los derechos y la pauta de aplicación de las normas convencionales teniendo en cuenta las necesidades legítimas de las sociedades e instituciones democráticas . En base a ellas, no existe otro camino posible de interpretación de las normas en cuestión que el que aquí venimos recorriendo.

IV.2.d. Límites a la protección de los funcionarios públicos. Los delitos de calumnias e injurias.

En el caso de los funcionarios públicos, la protección de la esfera privada y el honor se estrecha, en virtud del interés público de su actuación funcional y del principio republicano de la publicidad de los actos de gobierno.

Partiendo de nuestro derecho interno, es necesario destacar que la jurisprudencia de la Corte Suprema argentina ha diferenciado el nivel de protección del honor de funcionarios y el de los particulares:

“La protección del honor de personalidades públicas debe ser atenuada cuando se discuten temas de interés público, en comparación con la que se brinda a los simples particulares” .

En el caso Moreno y Timerman, del 30 de octubre de 1967, el Procurador General —cuya posición recogió el fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación— expresó lo siguiente:

“Las críticas efectuadas por medio de la prensa al desempeño de las funciones públicas, aun cuando se encuentren formuladas con tono agresivo, con vehemencia excesiva, con dureza o causticidad, apelando a expresiones irritantes, ásperas u hostiles, y siempre que se mantengan dentro de los límites de la buena fe aunque puedan originar desprestigio y menoscabo para el funcionario de cuyo desempeño se trate, no deben ser sancionadas penalmente como injuriosas...” .

La Corte Interamericana tiene dicho que la diferente protección no tiene que ver con la calidad del sujeto, sino con el carácter de interés público que conllevan las actividades o actuaciones de una persona determinada:

“Aquellas personas que influyen en cuestiones de interés público se han expuesto voluntariamente a un escrutinio público más exigente y, consecuentemente, se ven expuestos a un mayor riesgo de sufrir críticas, ya que sus actividades salen del dominio de la esfera privada para insertarse en la esfera del debate público” .

Por su parte, la Comisión, a través de la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión , confirmó lo sostenido por la Corte y avanzó aún más. Así, en el Principio 10, se fijó el objetivo de que las normas que protegen la privacidad o reputación de las personas no deben resultar inhibitorias o restrictivas de investigaciones o divulgación de información de interés público. En los casos en que la persona ofendida sea un funcionario, persona pública o voluntariamente involucrada en este tipo de asuntos, dicha protección debe estar garantizada sólo a través de sanciones civiles y, además, debe probarse que el comunicador tuvo intención de infligir daño, pleno conocimiento de que se estaban difundiendo noticias falsas o se condujo con manifiesta negligencia.

Las leyes que tipifican los delitos de calumnias e injurias, en muchas ocasiones, en lugar de proteger el honor de las personas son utilizadas para atacar o silenciar un discurso que se considera crítico de la administración pública. En esta línea, la Comisión Interamericana ha expresado que:

“...la penalización de las expresiones dirigidas a los funcionarios públicos o a particulares involucrados voluntariamente en cuestiones relevantes al interés público es una sanción desproporcionada con relación a la importancia que tiene la libertad de expresión e información dentro de un sistema democrático” .

Por su parte, el Principio 11 recuerda que las leyes que penalizan la expresión ofensiva dirigida a funcionarios públicos atentan contra la libertad de expresión y el derecho a la información. Así lo había establecido la CIDH unos años antes:

“Las leyes que penalizan la expresión de ideas que no incitan a la violencia anárquica son incompatibles con la libertad de expresión y pensamiento consagrada en el artículo 13 y con el propósito fundamental de la Convención Americana de proteger y garantizar la forma pluralista y democrática de vida” . (destacado agregado)

“Ello pues, como vimos, los funcionarios públicos son y deben ser objeto de un mayor control por parte de la sociedad en una democracia representativa, ya que deben responder por sus actos frente a la comunidad que representan y que sigue siendo titular de los asuntos públicos” .

En el mismo sentido, la CIDH sostuvo que la aplicación de leyes para proteger el honor de los funcionarios públicos que actúan con carácter oficial les otorga injustificadamente un derecho a la protección del que no disponen los demás integrantes de la sociedad. Esta distinción invierte, de forma indirecta, el principio fundamental de un sistema democrático que hace al gobierno objeto de controles; entre ellos, el escrutinio de la ciudadanía, para prevenir o controlar el abuso de su poder coactivo . Por otra parte, el hecho de que los funcionarios públicos y personalidades públicas posean, por lo general, un fácil acceso a los medios de difusión que les permite contestar los ataques a su honor y reputación personal, también es una razón para prever una menor protección legal en este aspecto.

La CIDH también se refirió al caso de que la información que da origen a una demanda judicial sea un juicio de valor y afirmó que dichos juicios no pueden acarrear responsabilidades ulteriores .

En una reunión de Relatores sobre Libertad de Expresión realizada en 1999 , se emitió una declaración conjunta en la que se manifestó que en muchos países existen normas —como las leyes sobre difamación— que restringen indebidamente el derecho a la libertad de expresión. Los relatores instaron a los Estados a que revisen estas normas con miras a adecuarlas a sus obligaciones internacionales. En otra reunión conjunta celebrada en noviembre de 2000, los relatores abogaron por el reemplazo de dichas leyes por normas civiles. Asimismo, remarcaron la importancia del debate abierto sobre temas de interés público y el principio de que las figuras públicas deben aceptar un mayor grado de crítica que los ciudadanos privados. Agregaron que, en particular, deberían derogarse las leyes que proporcionaran protección especial a las figuras públicas. El Relator Especial de las Naciones Unidas sobre Libertad de Opinión y de Expresión, en su informe de enero de 2001, se expresó en el mismo sentido . Además, añadió que cualquier indemnización monetaria por daños y perjuicios que se impusiera como sanción civil debía ser razonable y proporcional, para asegurar que la posibilidad de castigo no tenga un “efecto paralizador” sobre la libertad de expresión .

Por último, destacaremos la Declaración de Chapultepec, documento que contiene diez principios que son necesarios para proporcionar el nivel de libertad de prensa adecuado para asegurar una verdadera democracia participativa . Con respecto a las leyes sobre desacato, la Declaración establece en el Principio 10 que:

“Ningún medio de comunicación o periodista debe ser sancionado por difundir la verdad o formular críticas o denuncias contra el poder público”.

En otro documento en el que se interpretaron estos principios, la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) declaró que sólo debería haber responsabilidad legal por difamación de funcionarios públicos, figuras públicas o individuos privados involucrados en temas de interés público si el demandante puede probar “la falsedad de los hechos publicados y el conocimiento real de esa falsedad” y el “dolo directo por parte del periodista o empresa de comunicaciones”.

Además, entendemos que existen otros medios menos estigmatizantes que el derecho penal para proteger el honor de los funcionarios públicos, como lo son las sanciones civiles o el derecho de rectificación o respuesta, consagrado en la misma Convención .

IV.2.e. La incompatibilidad de las sanciones penales con el artículo 13 de la Convención.

En la denuncia presentada en su oportunidad ante la CIDH, se alegó suficientemente que las sanciones penales impuestas a personas con motivo de sus expresiones sobre asuntos de interés público son incompatibles con el derecho a la libertad de expresión garantizado en el artículo 13 de la Convención Americana. A lo que allí dijimos, cuya vigencia se mantiene inalterable, añadiremos las siguientes consideraciones.

Los criterios generales mencionados en el apartado precedente, elaborados por la Corte Interamericana, la llevaron a concluir, en un caso reciente:

“El efecto de (...) la sentencia conlleva una restricción incompatible con el artículo 13 de la Convención Americana, toda vez que produce un efecto disuasivo, atemorizador e inhibidor sobre todos los que ejercen la profesión de periodista, lo que, a su vez, impide el debate público sobre temas de interés de la sociedad” .

Dichas pautas fueron recogidas por esta Comisión la que, en reiteradas oportunidades, dejó en claro que la existencia de leyes que prevén sanciones penales por la supuesta afectación del honor de los funcionarios públicos es incompatible con el artículo 13 de la Convención Americana . En ese sentido, el miedo a las sanciones penales produce el conocido “chilling effect”, que:

“necesariamente desalienta a los ciudadanos a expresar sus opiniones sobre problemas de interés público, en especial cuando la legislación no distingue entre los hechos y los juicios de valor” .

Debe quedar claro que no importa, en este caso concreto, si se trata de la imposición de una pena a título de la figura de “calumnias” , "injurias", "difamación" o “desacato”. La circunstancia determinante de las conclusiones de los órganos del sistema interamericano para declarar a las amenazas de las sanciones penales como leyes contrarias a la Convención consiste en la naturaleza de la sanción penal, esto es, en los efectos que para la libertad de expresión produce una posible sanción de carácter represivo.

En el reciente caso Canese, la Corte Interamericana evaluó las restricciones impuestas a la víctima de ese caso de la siguiente manera:

“El proceso penal, la consecuente condena impuesta al señor Canese durante más de ocho años (...) constituyeron una sanción innecesaria y excesiva por las declaraciones que emitió la presunta víctima (...) y sobre asuntos de interés público; así como también limitaron el debate abierto sobre temas de interés o preocupación pública y restringieron el ejercicio de la libertad de pensamiento y de expresión...” .

A partir de esta conclusión del Alto Tribunal, podemos destacar que el efecto inhibitorio del procesamiento de una persona por los delitos de calumnias e injurias se produce con la sola iniciación de las actuaciones. Por ello, advertimos que es común que los funcionarios políticos no continúen con las acciones entabladas, porque saben que tal efecto está logrado .

La organización no gubernamental ARTÍCULO XIX promulgó un conjunto de principios sobre libertad de expresión y protección de la reputación que tiene por finalidad servir de guía a todos los Estados sobre el grado en que puede limitarse el derecho humano fundamental de la libertad de expresión con el fin de proteger el legítimo interés del honor. La conclusión del documento es que tales restricciones deben “fijarse en términos estrechos” y ser necesarias para lograr ese propósito legítimo. Deseamos resaltar el principio 4(a), que establece que todas las leyes sobre difamación deben abolirse y reemplazarse, cuando sea necesario, por leyes apropiadas de difamación de carácter civil .

De conformidad con lo expuesto, toda aplicación de una sanción penal a una persona con motivo de sus opiniones críticas a los funcionarios públicos —que es precisamente el caso del periodista Eduardo KIMEL— es incompatible con el artículo 13 de la Convención. Es más, la mera existencia de leyes que prevén sanciones penales para la crítica a los funcionarios públicos se opone a la Convención, en tanto tiende claramente a provocar un efecto de auto-censura en la población frente a la amenaza de ser perseguido penalmente. Además, significa el modo más severo de establecer responsabilidades ante una conducta hipotéticamente ilícita. Esto es manifiestamente incompatible con una sociedad democrática, en tanto inhibe a la población en general y al periodismo en especial a inmiscuirse en la discusión de los asuntos públicos, frustrando así la base de todo sistema democrático.

En esa misma línea, el Informe de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión del año 2000 señaló que, a partir de la información recibida en la Relatoría, las técnicas más usadas para limitar la libertad de expresión son, entre otras:

“la utilización de la legislación interna para entablar acciones judiciales contra los medios de comunicación y los comunicadores sociales” .

En este sentido, al analizar la situación de Paraguay, esta Comisión declaró que:

“una de las preocupaciones principales de la Relatoría para la Libertad de Expresión es la utilización del sistema judicial como un mecanismo intimidatorio en varios países del hemisferio, al imponer a los periodistas penas de prisión o multa, obligación de concurrir en forma permanente a los tribunales y gastos en su defensa que perjudican significativamente sus actividades. Cuando este mecanismo se utiliza contra aquellos periodistas críticos a las autoridades, se está utilizando el sistema judicial como un instrumento para limitar la libertad de expresión y no como un mecanismo para resolver intereses entre las autoridades y los periodistas” .

La Convención Americana no establece que los Estados tengan la obligación de despenalizar los delitos contra el honor. Sin embargo, debe pensarse como una respuesta posible, en la medida en que la penalización no es necesaria a los fines de la preservación del orden público democrático, es decir, no responde a un imperativo social y existen otros recursos menos avasalladores de derechos y garantías contemplados en la Convención.

En conclusión, existen decisiones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos e Informes y consideraciones de la Comisión Interamericana y de su Relator Especial sobre Libertad de Expresión que permiten establecer la incompatibilidad de las sanciones penales a las críticas de los funcionarios públicos respecto del artículo 13 de la Convención. Veamos cómo se expresó la Corte Interamericana en su último análisis sobre el tema, en un caso similar:

“...el juzgador debía ponderar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás con el valor que tiene en una sociedad democrática el debate abierto sobre temas de interés o preocupación pública (...) no existía un interés social imperativo que justificara la sanción penal, pues se limitó desproporcionadamente la libertad de pensamiento y de expresión de la presunta víctima sin tomar en consideración que sus declaraciones se referían a cuestiones de interés público. Lo anterior constituyó una restricción o limitación excesiva en una sociedad democrática al derecho a la libertad de pensamiento y de expresión (...) incompatible con el artículo 13 de la Convención Americana (...) constituyeron medios indirectos de restricción a la libertad de pensamiento y de expresión...” .

Entonces, dado que no puede discutirse que el ex juez RIVAROLA era un funcionario público y que los hechos por los que se ha condenado a Eduardo KIMEL consistían, única y exclusivamente, en una crítica a su desempeño como juez en una causa judicial, resulta indiscutible que la sanción que se le impuso configura una violación al artículo 13 de la Convención Americana.

IV.2. f. Ilegitimidad de las restricciones impuestas a Eduardo KIMEL. Las sanciones civiles.

Sin perjuicio de que lo que señalamos anteriormente demuestra que la sanción penal impuesta a Eduardo KIMEL resulta incompatible con el artículo 13 de la Convención Americana, lo cierto es que a la víctima no sólo se le impuso una sanción penal, sino que además se le aplicó una sanción civil (la obligación de indemnizar al juez RIVAROLA) y se lo conminó, asimismo, a pagar las costas del juicio, lo que implicó hacerse cargo de sus propios abogados, de los gastos propiamente dichos y de abonar los honorarios de los abogados del juez RIVAROLA.

En este apartado, nos referiremos a la ilegitimidad de las sanciones impuestas a Eduardo KIMEL, en tanto las expresiones que él manifestó se encuentran amparadas por el artículo 13 de la Convención, sin que existan circunstancias que permitan restringirlas válidamente.

En tal sentido, sabemos que la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional, además de condenar al mencionado a la pena de un año de prisión en suspenso, le ordenó abonar la suma de pesos veinte mil ($ 20.000) en concepto de indemnización por daño moral, las costas del juicio y los honorarios de los abogados. Por todo ello, KIMEL resultó víctima de la violación del artículo 13 de la Convención, ya que la sanción se aplicó a un caso de legítimo ejercicio del derecho, en el marco de los límites establecidos en el artículo 13 de la Convención. Ello así porque de ninguna manera puede entenderse que, en este caso, la restricción al ejercicio del derecho respondió a una necesidad social imperiosa o al cumplimiento de algún objetivo social más amplio, en el contexto de un régimen democrático.

Asimismo, entendemos que, demostrada la ilegitimidad de la restricción provocada por la aplicación de una obligación de indemnizar, quedó en evidencia, por añadidura, la ilegitimidad de la sanción penal que desarrolláramos en el apartado precedente, dado que por su carácter más gravoso y estigmatizante requiere aún una mayor justificación para convalidar su aplicación.

En conclusión, diremos que, a pesar de que los peticionarios abogamos para que las responsabilidades ulteriores por ejercicio ilegítimo del derecho a la libertad de prensa sean efectivizadas a través de medios distintos de las sanciones penales —como lo podrían ser las civiles—, entendemos que ellas sólo deben ser aplicadas cuando el ejercicio del derecho a la libertad de expresión no quede amparado por las pautas delineadas en el artículo 13 de la Convención —como se evidencia en este caso—, encontrándonos aquí con un uso válido del derecho a expresarse libremente.

IV.3. La violación de la garantía de imparcialidad del juzgador

IV. 3.a. El artículo 8.1 de la Convención y la sentencia definitiva

El art. 8.1 de la Convención Americana dispone:

“Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter” (destacado agregado).

Como hemos demostrado en la presentación original, la sentencia condenatoria del caso KIMEL, en sus diversas instancias, no fue dictada por un tribunal imparcial.

Si bien la resolución que agotó la vía interna fue la decisión de la Corte Suprema de Justicia de la Nación —notificada el 19 de septiembre del 2000— que rechazara el recurso presentado por la defensa de Eduardo KIMEL, para determinar las violaciones a los derechos garantizados por la Convención aquí denunciados deberemos atenernos al contenido de la sentencia dictada el 17 de marzo de 1999 por la Sala IV de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal, ya que la primera no resultó fundada. Es en la decisión de la Cámara donde se desarrollaron los argumentos que permitieron arribar a la solución de fondo en este caso concreto.

La sentencia de la Sala IV consta de dos votos. El primero de ellos, redactado por Alfredo BARBAROSCH, expone, sintéticamente, los siguientes conceptos:

• La decisión debe atenerse “a la línea argumental trazada por la Corte…”.

• Las cuestiones probatorias se consideraron “correctamente reseñadas en la sentencia por la juez de primera instancia y a ellas me remito a fin de evitar innecesarias reiteraciones” .

De este modo, vemos que la “línea argumental” de la Corte Suprema en la decisión que revocó la sentencia absolutoria del periodista Eduardo KIMEL y la valoración de las pruebas y la determinación de los hechos que surgen de la sentencia condenatoria dictada por la jueza de primera instancia integran la última resolución judicial que resolvió los aspectos de fondo del caso penal iniciado por RIVAROLA contra Eduardo KIMEL.

Como ya señaláramos en la presentación original, las resoluciones judiciales del caso se encuentran plagadas de consideraciones que ponen de manifiesto la ausencia de imparcialidad con la que los tribunales analizaron los hechos y determinaron la condena. En este sentido, si bien la parcialidad no ha sido revelada de manera explícita en este voto, la única manera de analizar el contenido de la resolución es teniendo en cuenta que no existió un tratamiento correspondiente del caso KIMEL, acorde con las pautas sobre libertad de expresión que más arriba desarrolláramos y que deben ser sopesadas en casos como el sub examen.

Por otra parte, en la sentencia dictada por la Sala IV del día 17 de marzo de 1999, se formularon afirmaciones que directamente ponen en evidencia la absoluta falta de imparcialidad del juzgador.

En el voto del juez Carlos GEROME —otro de los miembros de la Sala IV— se puede leer un tratamiento del conflictivo párrafo en el que KIMEL interpreta la elusión en la investigación de una serie de elementos decisivos para la resolución del caso de la masacre de SAN PATRICIO como una evidencia de que la orden del crimen había surgido de la dictadura militar. A pesar de que los dichos de Eduardo KIMEL no se referían a la actuación de RIVAROLA en la pesquisa, sino que hacían mención al hecho de que el entorpecimiento de toda la investigación derivaba de la circunstancia de que la orden para la comisión del delito “había partido de la entraña del poder militar”, sobre el párrafo en cuestión, el magistrado opinó:

“Amén de resultarme en lo personal injusta tal apreciación, me corresponde como juez evaluar, siguiendo la doctrina de la real malicia, si el periodista intentó usar el ropaje de la libertad de prensa, para agraviar con intencionalidad al magistrado…”.

Como se puede observar a simple vista, en la primera de las afirmaciones transcriptas, el juez parte de un razonamiento arbitrario , ya que lo emite antes de analizar la eventual ilicitud de la conducta de KIMEL y se realiza sobre apreciaciones de carácter personal que nada tienen que ver con los hechos y el derecho aplicable al caso. Ello pues, excediendo el ámbito de su jurisdicción, se dedica a expresar sus opiniones de índole personal y, además, la injusticia que, de acuerdo con estas opiniones, se habría cometido.

Como sostuvimos en la petición, la afirmación de GEROME presenta dos gravísimos problemas. En primer lugar, como funcionario estatal en ejercicio de los poderes que le han sido confiados, su función no es expresar sus opiniones de índole personal, mucho menos si, como en este caso, impiden al juzgador intervenir con total imparcialidad en la decisión del caso. No interesa —y en nada ayuda al desempeño de su función— lo justa o injusta que las consideraciones del Sr. Eduardo KIMEL le puedan parecer al juez cuando éste se halla desempeñando su labor. La única tarea que debía realizar consistía en determinar si las apreciaciones del Sr. KIMEL constituían o no un hecho punible.

En segundo término, la afirmación representa, claramente, un razonamiento que no se funda en el derecho vigente, sino —como el mismo juez lo reconoce abiertamente— en sus opiniones personales. Hasta tal punto sus valoraciones afectan su juicio que, al definir la tarea que debe realizar, utiliza términos que reafirman su parcialidad. En efecto, el juez GEROME no desarrolla su función de manera neutra sino que, por el contrario, califica de antemano la conducta de KIMEL. Así, no analiza, por ejemplo, si las afirmaciones del periodista constituyeron el legítimo ejercicio de la libertad de expresión o bien un hecho típico y punible que no queda protegido por esa libertad. La evaluación acerca de si los dichos de KIMEL se adecuan a uno u otro supuesto consistió, en palabras del juez, en dilucidar:

“... si el periodista intentó usar el ropaje de la libertad de prensa, para agraviar con intencionalidad al magistrado...” (foja 470 vuelta, destacado agregado).

Luego de leer semejante afirmación, el pronóstico de la decisión condenatoria era prácticamente obvio.

La ausencia de imparcialidad de GEROME no se manifiesta, únicamente, en las consideraciones que formulara en relación a la actividad profesional del periodista Eduardo KIMEL. Más allá de ello, su parcialidad también se evidencia cuando se refiere a su colega RIVAROLA. Así, más adelante en su voto expresa:

“El segundo requisito, también se encuentra comprobado, por cuanto la empeñosa querella, en la etapa procesal oportuna acreditó su falsedad; es más, tras tener a la vista las actuaciones y la labor que desplegara el Juez en otros procesos, quedó acreditada no solo su intachable labor en el caso concreto, sino también su independencia al momento de tomar las decisiones jurisdiccionales que le correspondían (en especial, ver ‘Ercoli, María Cristina s/habeas corpus’)” (foja 470 vuelta, destacado agregado).

La parcialidad surge con claridad del párrafo transcripto, en tanto el magistrado afirma dogmáticamente que la labor de RIVAROLA en la investigación de la masacre de los Palotinos había sido “intachable”. Es evidente que el magistrado GEROME va mucho más allá de lo que la decisión de la causa requería. En efecto, la tarea judicial de GEROME era determinar la conducta de KIMEL a la luz de los estándares sobre libertad de expresión y la legislación criminal que tipifica el delito por el que se lo acusaba, pero en modo alguno existían en este proceso elementos como para definir con semejante adjetivo la actuación judicial de RIVAROLA en aquella investigación, ni mucho menos constituía materia de la pesquisa. Además, como tampoco se ponía en tela de juicio el desempeño de RIVAROLA en otras actuaciones, resulta también excesiva la mención de otros procesos en los cuales, según GEROME, RIVAROLA habría actuado con independencia. En nuestra opinión, estas afirmaciones impertinentes demuestran la preocupación de GEROME por dejar en claro la intachable carrera profesional de su colega RIVAROLA, aun cuando ello fuera innecesario para dilucidar la responsabilidad penal de KIMEL. Esta actitud expone, sin margen para la duda, su falta de imparcialidad en el juzgamiento del caso.

La imparcialidad, en sentido genérico, se define como la aptitud del juzgador de fallar según los hechos probados en el caso y el derecho vigente. Sin embargo, en este caso concreto, el hecho de que los juzgadores conocieran aspectos específicos de la personalidad e idoneidad del acusador particular fuera de las cuestiones debatidas en el caso resultó ser uno de los hechos determinantes de la decisión a la que arribaron. Tales circunstancias, por supuesto, no sólo no fueron objeto del procedimiento penal abierto contra el peticionario sino que, además, no fueron sometidos a contradicción ni integraban la controversia discutida en el caso.

En este sentido, fundar una decisión motivada en pautas subjetivas relativas a características personales del acusador, conocidas por los juzgadores fuera del procedimiento, vulnera toda regla de imparcialidad. Ello pues su opinión sobre el caso se fundó en datos que habían obtenido de manera previa al planteo del litigio, esto es, el conocimiento de la actividad profesional de uno de sus colegas a lo largo de los años en los cuales trabajaron en esa calidad. El peticionario no tenía manera alguna de impugnar tales impresiones previas o “pre-juicios” y, por lo tanto, de neutralizarlos. ¿Cuál es la diferencia entre ese supuesto y el de “amistad manifiesta” que prevén todos los ordenamientos procesales como motivo para entablar una recusación con causa o apartamiento? Ninguna.

A ello se suma, como explicamos, el hecho de que tales comentarios excedían el análisis del marco de la investigación.

Para finalizar, concluimos en que los jueces intervinientes no decidieron la controversia a la luz de los estándares internacionales en materia de libertad de expresión. Analizar correctamente la cuestión hubiese implicado preguntarse si el contenido de la investigación de KIMEL, publicada en su libro sobre la masacre de los palotinos, implicaba o no un ejercicio legítimo de la libertad de expresión, teniendo en cuenta que se trataba de un asunto de interés público y relativo a la tarea de un funcionario en ejercicio de su labor. En este sentido, observamos que los magistrados omitieron la consideración del carácter de funcionario público a que aludían las expresiones en cuestión, lo cual nos ubica en un punto de análisis considerablemente diferente. Tampoco se investigó si la conducta resultaba amparada por los lineamientos del artículo 13 de la Convención, si era pasible de responsabilidades ulteriores y, en ese caso, si las sanciones penales y civiles que impondrían aparecían como proporcionadas y acordes con la importancia fundamental que tiene la libertad de expresión en una sociedad democrática.

Deducimos de lo antedicho que los colegas del juez RIVAROLA, devenido acusador particular, antes que como jueces independientes e imparciales, reaccionaron de manera corporativa, frente a lo que consideraron una crítica a un miembro de la “familia judicial”.
Por eso, entendemos que el accionar de la Sala IV de la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional vulneró la garantía protegida en el artículo 8.1 de la Convención Americana.

IV.4. La responsabilidad del Estado por la violación al deber de respetar y garantizar los derechos previstos en la Convención (artículo 1.1) y de adaptar la normativa interna (artículo 2)

Los artículos 1.1 y 2 de la Convención Americana determinan las obligaciones de los Estados en relación con los derechos y libertades que ella protege.


El primero impone a los Estados partes la obligación fundamental de respetar todos los derechos y libertades reconocidos en ella y a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción. Por ello, como afirmamos en la denuncia:

“todo menoscabo de esos derechos que puedan atribuirse, en el marco del Derecho Internacional, a la acción u omisión de cualquier autoridad pública constituye un acto imputable al Estado, que asume responsabilidad en los términos previstos en la Convención” .

En este caso, entonces, el Estado ha violado el artículo 1.1 de la Convención Americana, en tanto el poder judicial no respetó el derecho a la libertad de expresión y la garantía de juez imparcial.

Por otro lado, el artículo 2 de la Convención impone al Estado la obligación de tomar las medidas necesarias de derecho interno para garantizar los derechos y libertades previstos en el tratado, con el fin de adecuar la normativa interna a las pautas internacionales. En este sentido, como quedó establecido en la petición, el Estado ha violado el mencionado artículo. Esto porque, si bien en este caso la violación de los derechos de KIMEL se debió a una decisión judicial, es la normativa vigente en la Argentina la que permite la sanción penal de manifestaciones, opiniones o críticas acerca de la actuación de los funcionarios públicos en el ámbito de sus funciones.

V. PETITORIO

Los peticionarios solicitan a la Comisión que, según el análisis precedente, declare que:
El Estado argentino violó el derecho a la libertad de pensamiento y de expresión (art. 13 de la CADH) de Eduardo KIMEL.

El Estado argentino violó el derecho a la garantía judicial de un juez imparcial (art. 8.1 de la CADH) de Eduardo KIMEL.

Como consecuencia de las violaciones antes mencionadas, el Estado también ha infringido el deber de respetar los derechos humanos (art. 1) y de adoptar la normativa interna (art. 2), establecidos en la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Igualmente, los peticionarios solicitan a esta Ilustre Comisión que oportunamente recomiende al Estado argentino:

Adoptar todas las medidas necesarias para que los hechos antes narrados no queden impunes.

Adoptar las medidas necesarias para que Eduardo KIMEL reciba adecuada y oportuna reparación por las violaciones aquí establecidas, que incluyan medidas de satisfacción y garantías de no repetición.

Oportunamente, eleve el presente caso para conocimiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, de acuerdo con el artículo 44 del Reglamento de la CIDH. Ello en vistas del fracaso del proceso de solución amistosa que se había iniciado —en el que el Estado demostró su falta de voluntad para solucionar este caso— y teniendo en cuenta la importancia que el mismo representa, en lo que hace a la vulneración del derecho a la libertad de expresión.

Aprovechamos la oportunidad para saludar a Ud. y a la Ilustre Comisión con la debida consideración,


Andrea POCHAK Santiago FELGUERAS Alberto BOVINO
CEJIL CELS CELS

Víctor Abramovich
CELS




Por otra parte, incluso suponiendo que la sanción se hubiese impuesto a una conducta no amparada por el artículo 13 de la Convención, la suma determinada resulta contraria al criterio de proporcionalidad que deben seguir las restricciones al derecho en cuestión. En este sentido, la condena civil resulta claramente desproporcionada, teniendo en cuenta que fue impuesta a un periodista que ejerce la profesión de manera liberal.

Por último, no podemos dejar de destacar que la suma equivalía, en ese momento, a la cantidad de dólares estadounidenses veinte mil (u$s 20.000) —hoy aproximadamente pesos sesenta mil ($ 60.000)— lo que convierte a la sanción en absolutamente excesiva.



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