sábado, 25 de octubre de 2008

DE LA VERDADERA NO HAY DERECHO

¿ABOLIR LA PENA? LA PARADOJA DEL SISTEMA PENAL

Por Massimo Pavarini

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Según esta acepción, "Los límites dolor" no es un libro abolicionista en el sentido del término abolicionismo que quiero aclarar aquí, aun cuando Christie es ciertamente favorable a la abolición de todos los institutos jurídicos y las instituciones totales a las cuales he hecho referencia antes. "Los límites del dolor" es un libro "abolicionista" en el sentido preciso de ser expresión de un movimiento de ideas contra -y en consecuencia por la abolición- de la totalidad del sistema de la justicia penal. Para ser más claros podemos definir esta posición como abolicionismo penal radical, para distinguirla de dos posiciones distintas y limítrofes.

La primera, más conocida en Italia y retomada recientemente por el movimiento "Liberarse de la necesidad de la cárcel", circunscribe el objetivo de su crítica y de su acción política solamente al enfrentamiento de la institución carcelaria y de otras instituciones penales segregativas (como el hospital psiquiátrico judicial). Esta posición puede ser definida como abolicionismo institucional.

La segunda -bastante difundida en el mundo de los penalistas y hoy recibida incluso por el movimiento internacional de reforma penal- es aquella que milita a favor de la "contención", de una drástica "reducción" de la esfera jurídico-penal (posición que podemos llamar reduccionismo penal).

Es indudable que las posiciones de abolicionismo penal radical terminan por comprender también las otras dos pero sólo en el sentido en el cual los objetivos parciales son absorbidos por un objetivo total. Pero no en el sentido de que quien se orienta hacia estos "objetivos parciales" de algún modo concurre, participa, aunque sea "limitadamente", a la persecución del objetivo total. Se puede creer y luchar por la abolición de la cárcel, pero no compartir y aun oponerse, a una hipótesis de abolición del derecho penal; aún más: se puede abogar por una reducción del derecho penal con la convicción de la esencialidad y necesidad del sistema de la justicia penal.

Por otro lado, paradójicamente, aun si más difícilmente, puede verificarse la misma situación de "incompatibilidad" a la inversa. Por ejemplo, quien comparte las hipótesis del abolicionismo penal radical puede no ver de buen grado una política dirigida a la ampliación de las medidas alternativas a la pena de detención, considerando esta política "peligrosa" en tanto capaz de racionalizar y relegitimar el propio sistema penal. Y lo mismo puede decirse, por motivos no diferentes, a propósito del disenso mostrado por los abolicionistas radicales frente al movimiento de reforma penal centrado sobre la fe garantista de un retomo del derecho penal a su función "originaria" de extrema ratio.

"Los límites del dolor" es ciertamente -en su inspiración de fondo- una obra sensible a las instancias de abolicionismo penal radical. En la indicación de algunas estrategias posibles, instrumentalmente se muestra también favorable a los objetivos intermedios como el reduccionista y el del abolicionismo institucional.

El uso desenvuelto de la "caja de herramientas" de la criminología crítica. Las aporías científicas de "Los llímites del dolor".

Conscientemente ajeno a toda preocupación de rigor científico, "Los límites del dolor" utiliza, sofísticamente, todo cuanto pueda ser empleado al servicio del objetivo, enteramente atento a contextos de saber y metodologías distintas y contradictorias. Podríamos decir que todo viene justificado por el fin, que es el de convencer de las buenas razones de la abolición del sistema penal.

La reflexión criminológica de derivación sociológica, yen particular aquella "crítica" por su fuerza de contestación del sistema dominante de control social, así como la antropología cultural, la historia, y todo cuanto se ponga al alcance de la mano, es instrumentalizado en la "estrategia de persuasión".


La gran "caja de herramientas" del pensamiento crítico es usada con desenvoltura. Si todo esto se justifica políticamente, no queda más que censurar las numerosas aporías científicas que una operación de este género comporta.


Me parece que puedo afirmar honestamente, como primer relevamiento crítico, que en "Los límites del dolor" difícilmente un honesto cultor de la materia criminológica y penalística logrará encontrar una sola afirmación, una sola parcela original. Todo lo afirmado en este volumen ha sido ya dicho y repetido. Ausencia absoluta de originalidad científica. Pero este severo relevamiento toma solo una parte de la verdad: estas parcelas de saber, ya descubiertas, encuentran en "Los límites del dolor" una fuerte aceleración, capaz de imprimirles una energía nueva y superior, mayor a la suma de sus energías iniciales. Sin embargo, este elevado potencial de energía no es dirigido desde una óptica científica (de hecho el resultado final no es ciertamente un nuevo modelo explicativo de la criminalidad y del control social), sino únicamente desde la finalidad de potenciar, robusteciéndola, una hipótesis política, que es justamente la abolicionista. En consecuencia, va de suyo que ni siquiera esta hipótesis es "absolutamente" original, en el sentido de haber sido explicitada por primera vez.


Ya he dicho que el back-ground científico es ecléctico: digamos que los topoi de una razón crítica que podremos definir como "negativa" acompañan toda la obra. Pero frente a esta referencia instrumental a un pensamiento científico y a una Weltanschauung escéptica, descubrimos que el motivo inspirador es de una naturaleza voluntarista, moralista, declaradamente originado de un modo irrefrenable de indignación moral frente a la "barbarie del derecho penal".


Si la parte que podemos llamar destruens de "Los límites del dolor" no busca coherencia, en el afán de aprovechar cada medio para deslegitimar toda función utilitarista del sistema penal, a nivel propositivo las sugerencias político-culturales son más circunscriptas: se va desde posiciones vetero-anarquistas (de las cuales no siempre se declara el débito), pasando por posiciones antiestatales de tradición cristiana, hasta la idealización de los movimientos espontáneos, ...a la ideología del "pequeño es bello", "hacia la sociedad verde".


Una de las partes más convincentes del trabajo de Nils Christie es la crítica antiutilitarista al "modelo correccional" de justicia penal y a las tendencias neoliberales, hoy emergentes bajo el modelo de la prevención general o de la disuación. Y hasta aquí no puedo sino concordar con el autor.


Pero "científicamente" termino por indignarme cuando, en el plano propositivo -por razones instrumentales- se invoca un "saludable" retomo a las teorías absolutas de la pena, fundadas sobre el concepto de "merecimiento social" del castigo legal, y ello con el fin de deslegitimar ulteriormente el sistema de penas legales, para develar las hipocresías utilitaristas, para ridiculizar al sistema de sufrimiento legal como fundamentalmente conexo al sentimiento de vendetta. Como bien se ve, se termina por adoptar una concepción rigurosamente antiutilitarista con una finalidad social útil: develar la inadmisible barbarie del sistema penal.


Pero también bajo un plano distinto se reproduce la misma aporía. Si por un lado comparto con Christie el rechazo radical hacia cualquier quimera correccional (conocedor de los riesgos de ocultamiento ideológico y de potenciamiento de la legitimación de la función punitiva), me sorprendo después, en el plano de la coherencia científica, cuando se afirma que de todos modos al criminal debe dársele una respuesta social positiva, una ayuda, un "esfuerzo" de tomar a cargo, no ciertamente para curar "la enfermedad criminal" (;que no existe! ), sino para "hacer estar mejor" a una persona que como quiera que sea se encuentra en dificultades. Si la primera afirmación anticorreccional se relaciona coherentemente con una interpretación no etiolígica de la conducta desviada, bajo el modelo de la construcción social de la desviación y de la criminalidad, la segunda posición termina indirectamente por valorar una interpretación etiológico-positivista, según la cual aquél ha sido llevado al crimen por la "constricción de una situación de incomodidad social, psicológica, económica, en suma, de una necesidad causal".

Pero el grado de contradicción no se limita a estos únicos aspectos de fondo. Nils Christie, como los otros abolicionistas, está en contra de las medidas alternativas de la pena (o sea, por cualquier cosa mejor que la cárcel) en la búsqueda de medidas alternativas al sistema de penas legales (es decir, por cualquier cosa mejor que el sistema de la justicia penal). Y hasta aquí también se puede idealmente concordar. Aunque después se deba disentir frontalmente con las ejemplificaciones de qué cosas podrían sustituir el sistema de las penas legales. Las alternativas a la pena terminan de hecho por reproducir monótonamente los habituales modelos pedagógico-asistenciales -aunque sean autogestionarios, espontáneos o de base comunitaria- en los cuales termina por comprometerse, en los hechos, toda posibilidad de control por parte de los "beneficiarios" frente a los "crogadores" del servicio. No existe, en otras palabras, ningún límite al riesgo, totalmente hipotético, de una expansión incondicionada de medidas de soft­control, si no es poniendo una fe demasiado ingenua en el proceso de autolimitación de las agencias estatales y en la estructuración "espontánea" de situaciones comunitarias, no profesionalizadas, en las cuales reinen relaciones horizontales y no verticales entre asistente y asistido.


Tampoco puede obviarse otra contradicción de palmaria evidencia. Si no parece seriamente dudoso que la instancia abolicionista se dirige contra la totalidad del sistema legal de las penas, por otro lado no parece poder argumentarse sobre las hipótesis de alternativa al sistema penal que son sugeridas. Ya se recurra al sistema civil de la compensación y del resarcimiento, se haga referencia a la aceptación convenida entre actor y víctima del delito para un trabajo social útil, se imaginen otras formas elásticas y no coercitivas de negociación de la situación conflictual entre los sujetos coenvueltos en/por la acción criminal, no me parece que de manera realista se pueda ir más allá de una esfera limitada de ilícitos penales: delitos de bagatela, delitos ideológicos y "sin víctima", o bien ilícitos en los cuales la víctima "espontáneamente" se ofrece a una solución distinta del conflicto, que no sea la penal. Quedan por lo tanto excluidas aquellas situaciones determinadas de ilícitos en las cuales la víctima está imposibilitada fenomenológicamente, o legalmente, o voluntariamente a "mediar" de otro modo, fuera de una respuesta penal.


Se podrá responder que la hipótesis abolicionista reclama una fe en la tolerancia, en el perdón (¡cuántas veces en "Los Iímites del dolor" se recuerda la obligación evangélica de "poner la otra mejilla"! ), en la participación de la comunidad y de la sociedad civil más directamente implicada en la situación problemática evidenciada o detonada con la acción delictiva. Pero precisamente fuera del acto de fe (que como tal no puede ser discutido racionalmente), las posiciones abolicionistas no están verdaderamente en condición de convencer sobre la real subsistencia de un grado tal de cohesión ideológica en las sociedades avanzadas. Y efectivamente, cuando se ven constreñidos a indicar algunos ejemplos, los abolicionistas se refugian en ejemplificaciones improponibles en nuestras sociedades: algunas realidades, puestas a la luz por antropólogos culturales, de complejos sistemas simbólicos de control social, o bien lo que puede ocasionalmente registrarse en pequeñas comunidades altamente homogéneas de marginados.


Pero, si se quiere, la antinomia de fondo termina por evidenciarse entre idealismo utópico y cínico realismo frente al sistema de sufrimiento conminado legalmente. Si, en efecto, la conciencia moral y el sentido de indignación frente a una violencia gratuita, ineficaz sino nociva, hacen clamar por la abolición del sistema penal, por otro lado uno está también constreñido a reconocer que más allá del propio sistema de penas legales existe un "núcleo duro" y resistente, que es el espíritu de vendetta de la sociedad, esta "necesidad" de retribuir el mal con el mal, sin ningún otro objetivo o fin socialmente apreciable. Pero este núcleo duro y resistente difícilmente se explica como efecto inducido por el sistema legal, según lo cual, faltando este último, también el primero se disolvería. Por ello, la afirmación según la cual una organización social que lograra eliminar el sistema legal de las penas reduciría en igual grado (y aun más) el nivel de sufrimiento y de violencia en la sociedad, termina por darse como afirmación indemostrable, en cuanto a no es capaz de indicar antídotos ciertos y reaseguranetes contra el desencadenamiento de venganzas y represalias, es decir contra una elevación del umbral de la violencia social.

La crítica al sistema de la justicia penal, o bien cuando el paradigma fenomenológico devela los "secretos de Polichinela".

Las apodas y contradicciones evidenciadas antes no son, de todos modos, de por sí suficientes para condenar a "Los Iímites del dolor" como obra cultural y políticamente inaceptable. Ella debe ser, en los hechos, juzgada más por la fuerza moral y política que inspira que por la fragilidad científica de algunas de sus argumentaciones.


La contradictoriedad de la obra no anida tanto en la inadecuación científica de algunas de sus proposiciones en la crítica al sistema penal (crítica que es en su conjunto compartible aunque no original), sino en las dificultades de resolver adecuadamente el nivel de la crítica en el espacio de la propuesta política.


Pero, si se quiere, la mejor virtud -y en todo caso más merecedora de atención-del volumen en examen está justamente en esa tensión no resuelta (pero ¿es quizás posible fuera de una interpretación sistémica del Estado y del Derecho?) entre crítica al sistema legal del sufrimiento y alternativas al sistema legal mismo. En este estado de "inadecuación", personalmente encuentro más estimulante el esfuerzo de buscar alguna solución, que las soluciones mismas, por lo demás decepcionantes.


Revisemos por tanto el fundamento teórico del volumen e intentemos evidenciar las partes "fuertes" de las críticas al sistema penal.


Estos momentos pueden ser sintetizados del siguiente modo:

— El sistema penal se ha mostrado inadecuado -tanto teórica como empíricamente-frente a los fines utilitaristas que se ha prefijado, en sucesivas oportunidades, desde la segunda mitad del siglo XVIII. Si ha declarado querer perseguir fines correccionales (la reeducación del condenado), existen hoy, tanto en el plano de la reflexión filosófica, como en el de la investigación criminológica empírica, elementos inimpugnables capaces de develar la inconsistencia tanto teórica como práctica de la prevención especial.

— Y de igual modo, si -en el resurgimiento actual de tendencias neoliberales- el sistema penal se declara teleológicamente orientado a fines de prevención general y disuasión, bibliotecas enteras de investigaciones empíricas, así como de reflexiones teórico-científicas, están hoy al alcance de todos para negar también la perseguibilidad de estos fines.

— El sistema penal no es sólo fallido respecto a los fines considerados "manifiestos", sino que, hoy en día en las sociedades avanzadas, es en la misma medida problemático individualizar con seguridad cuáles son en realidad los fines "latentes", "escondidos": en suma, las funciones materiales y no ideológicas del sistema de la justicia penal.
Observar la selectividad acentuada del sistema penal en el reclutamiento de su "clientela", y percibir como esto termina, como regla, pero no necesariamente, por "privilegiar" a los estratos sociales más bajos, no significa, de por sí, que el sistema de la justicia penal sea -como querrían algunos críticos marxistas- una o la instancia decisiva en el mantenimiento yen la reproducción de la realidad social. La selectividad del sistema penal tiene un índice tan elevado de arbitrariedad que es más razonable pensar en un sufrimiento "gratuito" e "inútil" erogado "insensatamente" que en una función "escondida" y "material" dirigida a la conservación y reproducción de determinada realidad de clase.

Los datos cuantitativos de sufrimiento legal (las estadísticas carcelarias y judiciales en general) infligido en los diversos contextos históricos y nacionales nos resultan "incomprensibles" si son comparados entre sí, o bien sin son confrontados con la "imponderable" cifra oscura de la criminalidad (es decir, con los porcentajes de delitos no perseguidos penalmente).

Se castiga penalmente cuatro veces más en la URSS que en los EEUU, pero en Checoslovaquia se infligen penas legales diez veces menos que en los EEUU. Se pena mucho en Alemania, pero aún más en Austria yen Bélgica, mientras se infligen niveles reducidísimos de sufrimiento en Holanda: e cosi via.

¿Qué sentido tiene todo esto?

El promedio de la cifra oscura de los delitos es aproximadamente superior al 80 por ciento. Para los hurtos se calcula el 98 por ciento. ¿Qué sentido tiene seguir afirmando que la justicia penal protege la propiedad privada? Si incluso ese 2 por ciento de hurtos no fuese penado, ¿qué cosa cambiaría?


-Por estos motivos el movimiento abolicionista puede hablar con razón del sistema de la justicia penal como el verdadero problema social y ciertamente no como el medio apto para resolver los problemas sociales.


-La resistencia de muchos, dirigidas en favor de la "ineludibilidad" del sistema penal, en el sentido que siempre y en todas partes es posible advertir en las distintas organizaciones sociales, desde las más simples a las más complejas, fenómenos de punición, de erogación de sufrimiento, frente al que viola determinadas normas sociales, se muestran débiles sino inconsistentes a los ojos de los teóricos del abolicionismo.
Afirmar que como regla las sociedades penan (infligen sufrimiento) a quien viola determinados preceptos sociales no responde ni histórica ni antropológicamente a la verdad; y aún si lo fuese (si ello ocurriese en la mayoría de los casos) son cosas bastante distintas reconocer la presencia de instancias punitivas en las sociedades y afirmar que cada consorcio social ha conocido un sistema de penas legales conminadas a través de procedimientos formalizados por parte de órganos burocráticos y especializados.


En suma: no es completamente cierto que el sistema de justicia penal en su complejidad, así como hoy lo conocemos, represente la forma más "avanzada", "mejorada", "desarrollada", de sistemas originarios y más primitivos de pena.


Nuestro sistema de penas legales es algo absolutamente distinto, que encuentra su epifanía en la formación del estado moderno. Esto es, en primer lugar, un aparato burocrático, altamente profesionalizado y formalizado, a través del cual determinadas situaciones problemáticas y/o conflictivas producidas por la acción de algunos sujetos son forzadamente expropiadas de la interacción de aquellos que estaban directamente "coenvueltos"; este proceso de expropiación se realiza a través de procedimientos formales puestos en obra por órganos "neutrales" (en el sentido de "extraños" a la situación) capaces profesionalmente de dar respuestas "incomprensibles" (existe una verdadera y propia "expropiación de sentido") a aquellos que son, como actor y como víctima, directamente partícipes en la situación producida con la acción definida como criminal.


-Ni siquiera las funciones "simbólicas" del sistema penal pueden ser correctamente adoptadas como justificación del mismo sistema penal. Cuanto más, esta naturaleza simbólica de reafirmación del valor lesionado por el acto criminal, o bien la saludable cohesión de la colectividad honesta frente al desviado (según la teoría del "chivo expiatorio" y de la sociedad punitiva), o incluso, de satisfacción de la necesidad colectiva de expectativa en la coherencia del sistema normativo (las teorías recientes de la prevención-integración a la Jakobs), se puede suponer, de modo mucho más razonable, que han sido relativamente operantes en los sistemas sociales y penales en los que la práctica de "infligir sufrimiento" era directamente "accionada" por los sujetos partícipes en la situación problemática abierta o develada con la acción delictiva.


Por cierto, todo esto difícilmente pueda darse en sociedades burocratizadas y formalizadas, donde la función punitiva ha sido "expropiada" de lo social para formar parte exclusivamente de las funciones burocrático/administrativas del estado moderno.


- Negado este horizonte justificativo no queda -a los ojos de los abolicionistas- sino reconsiderar el sistema penal en una óptica aún utilitarista, como momento de disciplina social. Pero es justamente en este plano que la crítica abolicionista contra el sistema social se muestra más efectiva y convincente.


El sistema penal, hoy, se revela en los hechos o como el instrumento más grosero de control social, o como absolutamente inadecuado para este propósito, o finalmente, como "ontológicamente" adverso a este fin.


El sistema penal no tiene posibilidades de disciplinar socialmente no sólo porque no posee los "instrumentos" para la resolución de las situaciones problemáticas y conflictivas, sino sobre todo porque está tendencialmente dirigido a crear nuevas situaciones de conflicto o a amplificar y a exasperar las situaciones que quería resolver.
La argumentación crítica frente a la justicia penal, si bien a veces contradictoria, no me parece que pueda ser rechazada in toto. Al no tratarse de "harina del saco" de las teorías abolicionistas, me parece que esta crítica acierta más veces en el blanco.


Quedan, de todos modos, algunas observaciones críticas de fondo.


La primera es que buena parte de la argumentación contra las funciones "materiales", es decir, escondidas, con respecto a los propósitos declarados del sistema penal, corre el riesgo de capturar nuestra adhesión más por motivos idealistas que racionales. Estamos, en efecto, "constreñidos" a imaginar qué podría suceder (o no suceder) de significativo en nuestras sociedades una vez que no se deba más echar mano a la justicia penal, pero no podemos hacer ninguna referencia a datos empíricamente verificables, desde el momento que todas nuestras organizaciones sociales hacen uso del sistema de justicia penal. En otras palabras, debemos correr el riesgo intrínseco en las teorías y meta-teorías utópicas, en las cuales la instancia de fe termina por tener supremacía sobre el plano de la argumentación racional y científica.

(No me parece, en efecto, que la crítica a las funciones materiales del sistema penal pueda limitarse a una hipótesis de "utopía concreta", de la cual no desconozco completamente la utilidad científica. La renuncia definitiva a las funciones punitivas del estado termina por requerir, lógicamente, la supresión del estado mismo. ¡Y tenemos con ello el "absoluto" de Stirner!

La segunda observación es la siguiente: la crítica dirigida al proceso de burocratización de los sistemas penales modernos es interpretada negativamente por los abolicionistas, como "expropiación" del poder punitivo, vindicativo o de mediación del conflicto, originariamente "en posesión" de la sociedad civil.

Creo que se puede hacer observar que en la formación del estado moderno este proceso de "avocación" al estado fue fatigosa cuanto "positivamente" querido como condición necesaria para la tutela de las libertades individuales ante los riesgos de opresión de parte de los actores sociales más fuertes. En suma: como remedio necesario a las reacciones y a las vendettas incontroladas de los sujetos económica, política y socialmente más aventajados.

Y finalmente, la crítica al proceso de formalización del derecho penal moderno termina por deslegitimar el rol jugado, en la tutela de las libertades individuales, de los principios liberales-clásicos de la calidad de tercero del juez, de la reserva de la ley, de la taxatividad de los delitos y de las penas, etc. Concuerdo, y no veo cómo pueda dejar de hacerlo, en que estos principios han corrido el riesgo, y lo siguen corriendo, de traducirse en palabras vacías privadas de contenidos reales; basta sólo observar críticamente nuestra praxis judicial. Sin embargo, siempre cabe recordar que estos principios han sido elaborados y se han impuesto progresivamente como "límites" al poder punitivo del estado y no ciertamente como legitimación del poder punitivo estatal.

Estas últimas consideraciones críticas terminan, en última instancia, por poner en discusión lo que a mí me parece una cuestión de método de nodal importancia, que donde no es bien comprendida, termina por generar imperdonables malentendidos y por viciar desde las raíces la "saludable" cuanto "necesaria" polémica entre abolicionistas y no abolicionistas. Que es exactamente lo que está ocurriendo hoy, y no sólo en el contexto cultural italiano.

Si queremos simplificar, digamos que la confusión, y en consecuencia la incapacidad para entenderse, es en buena parte el reflejo de no distinguir siempre y claramente, cuando el discurso crítico se refiere al "ser" o bien al "deber ser" del sistema penal.
Las dos últimas observaciones consignadas precedentemente son un buen ejemplo para aclarar los términos del problema: cuando efectivamente afirmo que el proceso de burocratización y formalización del derecho penal moderno ha de entenderse como valor positivo, como preciosa herencia que nos viene directamente de la reflexión jurídico-penal burguesa, afirmo algo que, en el plano del "deber ser", no teme ser desmentido.

Por el contrario, cuando los abolicionistas afirman que estos presuntos valores no se han realizado nunca en la praxis judicial penal y que el proceso de formalización y burocratización no ha servido para otra cosa que para "extrañar" a la sociedad civil de una función originaria sin, en cambio, garantizar mayormente los derechos individuales, ellos afirman la "verdad", pero en el plano del "ser".

Hasta aquí, el problema es de elemental simplicidad.

La cuestión se complica, sin embargo, cuando el nivel de la observación sociológica del "real" funcionamiento de la justicia penal pretende deslegitimar los principios que se dan en el plano del "deber ser".

Lúcidamente, el amigo Luigi Ferrajoli, recientemente, en amistosa cuanto dura polémica con Luck Hulsman, ha presentado este vicio de método a través de este silogismo: Italia es una democracia política; Italia es un país en donde la democracia política no funciona; la democracia política es entonces un valor al cual no se debe tender; la democracia política no es, en absoluto, un valor positivo. Luck Hulsman ha tenido el buen juicio de responder polémicamente que el sistema de la justicia penal está "viciado" y "no funciona" en todos lados, y no sólo en Italia.

Pero los términos de la cuestión no se resuelven ciertamente con estos dos inteligentes golpes de efecto. La cuestión que queda pues siempre abierta es si, no obstante este "mal" sistema penal, no conviene políticamente obrar para mejorarlo, adecuándolo a aquellos principios abstractamente reconocidos y receptados por el mismo sistema, más que eliminar el sistema entero de la justicia penal, con el riesgo de "tirar el nene con el agua sucia".

Cómo "liberarse la necesidad de la justicia penal" sin renunciar a la necesidad de control y disciplina social: o bien de la insatisfacción...

Prescindiendo de este común patrimonio crítico frente al sistema penal, las teorías abolicionistas revelan su fragilidad en ausencia, como se hallan, de una hipótesis teórico política coherente, unívoca y satisfactoria de cómo eliminar el sistema penal.


La ausencia de coherencia es fácilmente denunciable: estas tendencias abolicionistas carecen de un proyecto total y de un modelo proponible de sociedad y de estado posible sin el sistema de justicia penal. Es decir que carecen de una teoría del estado. Por lo tanto, son confusas sus hipótesis, incluso las de máxima, de economía y de política económica en un sistema social donde el estado haya abdicado a la propia función punitiva; no están en posición de expresarse, sino superficial y contradictoriamente, sobre cómo deberían darse las relaciones sociales; guardan silencio acerca del rol de la política como mediación del conflicto; son impotentes frente a los problemas de orden y control social.


Los abolicionistas se han limitado, por ahora, a ofrecer algunas sugerencias "operativas", "prácticas", en condiciones, en la mejor de las hipótesis, de resolver problemas marginales.


Personalmente alimento la precisa sensación de que las hipótesis abolicionistas no quieren a sabiendas entrar en el mérito de los problemas "centrales", o por estar honestamente convencidos de que abolir el sistema penal no pondría de todos modos en cuestión el orden total de nuestro vivir social (se trata, a fin de cuentas, de eliminar una cosa carente de cualquier utilidad y función, ¡e incluso nociva!) o porque es conciente de que los problemas del después serán resueltos pragmáticamente, de vez en vez, no siendo posible anticipar "a ciegas" soluciones para cuestiones que no se conocen y quizás no se pueden imaginar.


Queda de todos modos mi "insatisfacción" (tanto política como teórica) para entender algo más de lo "ignoto" hacia lo cual dichas estrategias abolicionistas terminarían por conducirnos.

La ausencia de coherencia político-teórica trae tras de sí que las teorías abolicionistas terminen por escudarse en una pluralidad de afirmaciones y tomas de posición equívocas e incluso contradictorias entre sí. Por ejemplo lo que sucede cuando se de-ja entender que procesos de "despenalización", "decriminalización" y "descarcelariza-ción" (es decir la reducción de la esfera del sistema jurídico-penal por un lado y alternativas a la pena de prisión por otro) puedan o deban leerse como etapas intermedias de realización del fin abolicionista y radical. Lo que, si no es falso, es ciertamente equívoco: estos procesos de reducción del sistema penal y carcelario forman parte, y desde hace tiempo, de un horizonte político distinto que podríamos definir de forma del sistema penal; horizonte político éste, que está seriamente fundado sobre la esencialidad y centralidad del derecho penal. Y justamente por estar convencido de esto, el que milita en este movimiento de reforma, y son hoy ciertamente los más, cree esencialmente en una racional limitación de la esfera jurídico-penal y de la cárcel.

Y lo mismo puede decirse del favor mostrado por los abolicionistas hacia cada "dislocación" de las situaciones problemática fuera del derecho penal.

La equivocidad roza aquí la inconsciencia.

Los procesos hoy en acto de "salida fuera" del sistema jurídico-penal son múltiples, como plurales son las razones de esta "salida", de esta "dislocación", pero es peligroso atribuir siempre una valencia "positiva", "progresista", "liberadora" a esta realidad en movimiento.

De hecho las salidas del sistema penal o del carcelario son la mayor parte de las veces dictadas por razones de mayor disciplina social y de menores garantías individuales: la psiquiatrización de los conflictos, la administrativación asistencial de los mismos, responden frecuentemente a instancia (¡aunque sean latentes!) bien lejanas de la voluntad de "liberar" el conflicto, o de dar soluciones de menor sufrimiento a la situación problemática. El uso del psiquiátrico, cuando no directamente de la farmacología, en la URSS frente al disenso político, debería educarnos en una saludable desconfianza hacia estas aperturas del sistema jurídico penal frente a otros sistemas de disciplina social.

Y lo mismo puede afirmarse frente a las tendencias a la "privatización" de sectores de disciplina originariamente propias de la esfera jurídico-penal y, más generalmente, de nuevas áreas de control social "reforzado".

Si, por ejemplo, frente a estados de tóxico-dependencias juvenil y más general-mente de las mismas conductas perpetradas en ocasión de la "necesidad de droga" (robos, rapíñas, hurtos, etc.) se renuncia -como está sucediendo un poco en todos lados-al instrumento de la represión penal-carcelaria en favor de modalidades terapéuticas basadas en el modelo de la comunidad (en Italia esencialmente privadas y autogestionarias), creo que el consenso debe ser unánime. Las perplejidades nacen en cambio, y no creo que sean de poca importancia, sobre las modalidades "espontáneas", "jurídicamente no disciplinadas" en las cuales la sociedad civil viene a cumplir esta función de "suplencia" frente al estado, ejercitando también funciones de disciplina y control social, nunca separables de aquellas terapéuticas. El caso Muccioli debería, en el contexto italiano, enseñar algo. ¿Qué garantías existen de que la sociedad civil no responda en términos más coercitivos, relegitimando directamente el momento de secuestro en instituciones como necesidad terapéutica? Si además, para evitar el riesgo de un particular "salvaje", "emotivamente" desorientado, el estado y la administración pública se empeñan en disciplinar normativamente la existencia y el funcionamiento de dichas comunidades para tóxico-dependientes , ¿dónde está la diferencia, si no sólo terminológica, con estructuras carcelarias especiales únicamente para detenidos tóxico-dependientes?

La insatisfacción que nos invade frente a estas propuestas radica en un punto esencial: vale decir, ¿qué control social en ausencia de una disciplina penal?


Puestos en aprietos sobre este aspecto, normalmente los abolicionistas no huyen del problema, en el sentido de que reconocen la esencialidad de una política de control social de las conductas, o de muchas de las conductas hoy criminalizadas. Aunque genéricamente recomiendan la elevación del umbral de la tolerancia-indiferencia frente a algunas conductas desviadas, no dejan de precisar que, de todos modos, control y disciplina social han de darse, y eficazmente.

Esta posición "realista" no debe sorprender: la misma tradición anarquista del siglo pasado, correctamente interpretada, era también explícita sobre la cuestión, incluso cuando predicaba la "libertad salvaje".

Sin deber complacerme del gusto de la provocación, estoy cada vez más convencido de que si hay alguna cosa que caracteriza produndamente al movimiento abolicionista, es la "obsesión disciplinaria".

Y entendiéndolo bien, no podría ser de otro modo.

En efecto, en la auspiciada contracción-retraimiento del umbral del control penal se descubren amplias esferas "necesitadas" de ser hegemonizadas de otro modo en términos de disciplina social. Cuando históricamente usurpado por el sistema de la justicia penal debe ser nuevamente cedido: vale decir que debe serla sociedad civil la que se reapropie de sus funciones originarias de disciplina.

La forma principal de esta reapropiación no puede sino realizarse a través del uso del instrumento privado-resarcitorio, entendido no sólo en forma pecuniaria. Momentos simbólicos como el perdón de la víctima, el reconocimiento de la culpa y el arrepentimiento del actos desviado, o bien satisfacciones acordadas entre los distintos sujetos coenvueltos en la acción desviada (como el trabajo gratuito en favor de la víctima, o de la comunidad o del barrio, o en favor de propósitos socialmente apreciables y altruístas) pueden ofrecerse como mediaciones privadas del conflicto.

Otro momento central son las funciones de disciplina y control ejercitadas por pequeños grupos y por las sociedades intermedias frente a las conductas transgresoras de algunos miembros. La escuela, la fábrica, el barrio, la iglesia, el pequeño pueblo, son los nuevos sujetos destinatarios del poder de disciplina y de prevención. Se nos orienta hacia un nuevo escenario de refeudalización de las relaciones sociales, donde la instancia de control social se ejercita mucho más a través de la amplia y sentida participación de la comunidad en los problemas sociales y a través del involucramiento de todos en los problemas de cada uno. Exactamente lo opuesto de los procedimientos formales de conocimiento y represión del sistema jurídico-penal. Incluso en estas hipótesis de justicia informal, es posible que la comunidad no quiera o no pueda renunciar a "penas", es decir a "dar sufrimiento", a imponer momentos de coerción: pero todo esto ocurriría "informalmente", con la "coreponsabilización" de todos aquellos que estuvieron coenvueltos en una situación problemática conocida, y a través de modalidades comprensibles por todos.

Junto a estos momentos "espontáneos" e "informales" de disciplina y autodisciplina de grupo, no deberían sin embargo, faltar tampoco estructuras e instituciones administrativas munidas de amplios poderes discrecionales, "especializadas" en "ayudar" a los sujetos coenvueltos en las distintas problemáticas a encontrar una racional y satisfactoria solución al conflicto fuera de todo "encargo". Sean estas especiales reparticiones de policía o de asistentes sociales, poco importa. Se piensa en las hipótesis avanzadas de H. Bianchi, en vía de actuación en Amsterdam, de los "Santuarios", es decir de lugares físicos de extra-territorialidad de la represión penal, donde el autor de un hecho delictivo puede refugiarse, y pedir, con la asistencia de operadores especializados, la búsqueda de alguna mediación con la víctima, con sus parientes y con cualquier otro, fuera del recurso a las agencias oficiales de la justicia penal. Si la mediación se encuentra, el sujeto es eximido de toda responsabilidad penal.

Estas distintas situaciones no son otra cosa que ejemplificaciones de una propuesta de fondo: obrar de modo que aquellos que estuvieron coenvueltos a distinto nivel en las situaciones problemáticas y conflictivas determinadas o simplemente evidencias en/con la acción transgresora, puedan encontrar, o al menos puedan buscar, una mediación que los satisfaga. Es justamente en el término de "satisfacer" que no se debe apriorísticamente negar incluso la "satisfacción" de la necesidad de justicia a través de un castigo-venganza. Lo que importa es que ningún sujeto extraño decida y resuelva por otros. En este preciso sentido, se habla por parte de los abolicionistas de reapropiación de funciones disciplinarias e incluso "punitivas" por parte de los sujetos expropiados de dichas funciones por la justicia social.

Es cierto, de todos modos, que inclusive en las perspectivas más radicales de abolicionismo quedarían siempre situaciones problemáticas y conflictivas que no podrían encontrar inmediata solución conciliatoria. Estas situaciones deberán, entonces, ser dejadas "abiertas", "dialectizadas"; en el sentido que se debería obrar colectivamente no tanto para encontrar una solución, sino para mantener "en discusión" los términos del problema. Se piensa en el tráfico y consumo de drogas que pesan sobre los grandes centros metropolitanos. Una vez que la droga sea legalizada -como obviamente proponen los abolicionistas- quedaría igualmente el drama de los drogadictos, de sus familias y de todos los coenvueltos en el problema. Se trataría de un grave problema social, no más de un serio problema de represión penal. Se pueden así imaginar, como efectivamente está ocurriendo en Holanda, en los países escandinavos y también en Alemania Federal, colectividades permanentes de discusión entre todos los sujetos coenvueltos (traficantes-consumidores, consumidores solamente, familias de los adictos, etc.) a fin de conocer recíprocamente los problemas de los otros. En suma, lo importante no es tanto encontrar rápidamente una solución general y exhaustiva al problema, sino trabajar juntos a fin de encontrar, si es posible, alguna solución parcial a los problemas de cada uno.

La objeción hecha por los críticos del abolicionismo frente a la gran criminalidad o criminalidad organizada, en el sentido de qué hacer sin la represión penal para defenderla sociedad contra la actividad criminal de tan potentes organizaciones, no toma "desprevenidos" a los abolicionistas. Sin derecho penal, afirman ellos, van a faltar las condiciones materiales y esenciales que producen la misma criminalidad organizada. La legalización de la droga, de los juegos de azar, de la prostitución, y de todas las otras actividades que en tanto penalmente ilícitas permiten la acumulación capitalista ilegal a quien se encuentra en grado de organizarse, terminará por negar desde las raíces la razón económica misma bajo la cual se estructura la gran criminalidad. Mafia y camorra, para ejemplificar, no encontrarán más razón económica de existir, en cuanto su existencia es, en primer lugar, el producto perverso del mismo proceso de crimininalización.


Y otro tanto se dice para la "ilegalidad de los poderosos" y en particular para la de los delitos de "cuello blanco". También estas actividades, tan peligrosas socialmente, se fundan sobre los mecanismos de acumuación y circulación de la riqueza. No es ciertamente el derecho penal el que puede poner serios obstáculos a la producción y proliferación de estas actividades socialmente dañosas. Sólo una inteligente actividad administrativa y una visión político económica, en tanto estén en condición de limitar o negar la "conveniencia" de ciertas actividades, terminarán por desincentivar determinadas conductas en cuanto no sean más "productoras" de beneficio.

¿Y qué decir, finalmente, de las acciones de terrorismo político, es decir, de las formas más irreductibles de transgresión? Para los abolicionistas no se trata, en última instancia, de acciones criminales, sino de acciones políticas, aunque socialmente peligrosas. Donde la "Política" no esté en condiciones de derrotarlas políticamente, no queda sino reconocer que existe un estado de guerra interna. A los terroristas se les re-conoce el status de "enemigos" y de "combatientes", y como enemigos y combatientes deben ser tratados.

Existe para esa necesidad un derecho de guerra, existen institutos jurídicos previstos por el derecho internacional. Debe procedcerse a aplicarlos, bajo la estricta vigilancia de organismos internacionales como la Cruz Roja.

En fin: cómo hacer "buen uso" de las teorías abolicionistas sin "ser abolicionista".

Por todo cuando he venido argumentando no deberían surgir dudas sobre mis reservas personales frente a las tesis abolicionistas. Sé también que estas reservas son compartidas por otros, y no pocos, penalistas y criminólogos.

Me he permitido ser hasta "violento" en las críticas, porque tengo la conciencia tranquila de haber ya dirigido estas mismas, directamente, en reuniones públicas y privadas a quien milita en el grupo abolicionista, y de haber polemizado con ellos en términos que no puedo definir de "pacata polémica académica". Esto, afortunadamente, no ha en absoluto impedido estrechar lazos de amistad con muchos abolicionistas que, es necesario reconocer, aman el choque y al dura polémica, son "polemistas" por vocación exactamente como son "abolicionistas".

Habiendo puntualizado esto, considero sinceramente que es útil, tanto científica como políticamente, hacer conocer y difundir también en Italia el patrimonio de ideas y de experiencias del movimiento abolicionista. Y es por esta razón que me he dedicado a presentar al público italiano el volumen de Nils Christie.

La importancia de esta obra no debe buscarse en alguna "especial" calidad científica, ni en alguna absoluta "originalidad" en la propuesta política. Ella se aprecia, en primer lugar, por la capacidad de hablar un lenguaje simple, comprensible para cualquier lector de cultura media (virtud ésta tan rara entre penalistas y criminólogos de nuestro ámbito) y al mismo tiempo por afrontar temáticas de nodal importancia, de "agitar" problemas "reales", aun si frecuentemente en términos que no me satisfacen. Es un libro que se dirige a un lector que ideológicamente, o simplemente por necesidades profesionales, "tiene que ver" o "quisiera tener que ver" con las cuestiones aquí afrontadas, sin poseer un conocimiento "brahamánico" de estos mismos problemas. Pienso en muchos operadores sociales que cotidianamente deben entrentarse con los problemas de desviación social y con las agencias del sistema penal de represión, y que están confundidos, desconcertados, en profunda crisis con el propio rol. Pienso en muchos militantes políticos que con fe y entusiasmo luchan por las grandes batallas de la civilidad, contra la cárcel y las otras estructuras de la represión penal. Pienso en los que están, y no deben ser pocos, turbados e indignados por la barbarización progresiva de nuestra justicia penal. A todos estos, el libro de Christie podrá enseñarles algunas cosas. Y para un ensayo no es poco lograr responder a una necesidad tan difusa y radical.

En segundo orden, "Los límites del dolor", dice, de modo simple y comprensible cosas muy "ciertas". Serán, como he jocosamente afirmado, "secretos de Polichinela", verdades adquiridas desde hace tiempo por la ciencia penal y criminológica, pero ciertamente no son conocidas a niel de la opinión pública. Contribuir a difundir el conocimiento de que aquellos a lo cual debemos temer, y en consecuencia, de lo cual debemos defendernos, es mucho más el sistema de justicia penal que la criminalidad, creo que es una obra cultural y políticamente meritoria.


Sólo por este aspecto, en absoluto marginal, "Los límites del dolor" es entonces una obra recorrida por fuertes instancias éticas. Sólo por este aspecto, por cierto no marginal, puede ser aproximada a aquella obra de bien distinto y no comparable peso político cultural que es "De los delitos y de las penas" de Cesare Beccaria. Pero más generalmente se coloca en esa tradición ensayística, hoy, en verdad, en decidida decadencia, de crítica al sistema de sufrimiento legal partiendo de un punto de vista de indignación moral: de Verri a Manzoni, de Bentham a Dickens.

Personalmente estoy entonces convencido de que un frente difuso de "conciencias indignadas" por la miseria y la barbarie de nuestra justicia penal, pueda mucho más a favor de una mutación (para mejor) de ésta, que cuanto no pueden un restringido círculo de técnicos del derecho, aunque se trate de "críticos". Y finalmente, "Los límites del dolor", aunque de un modo que particularmente considerado inadecuado, nos educa para pensar "en alguna cosa mejor" que el sistema penal, lo que equivale a hacernos creer que es posible una "sociedad mejor". No subestimo totalmente los efectos saludables de esta tensión utópica, de este optimismo de la voluntad, en particular en ésta, nuestra triste y deprimente contingencia histórico política.

Por estas simples como profundas razones, considero que se puede, y hasta se debe, hacer buen uso de las teorías abolicionistas, sin por eso ser convencidos "abolicionistas".


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